El bautismo y el cernícalo


Fresco que representa el bautismo en la catacumba de los Santos Marcelino y Pedro de Roma

En el centro del lienzo un Cristo amarillo, sin rasgos y sin manos, cuyos pies se sumergen en un río donde su cuerpo se refleja con forma de cruz. A la derecha un san Juan Bautista, montado en una especie de zancos, derrama agua (por supuesto dorada) sobre la cabeza de Cristo. Entre la testa del bautizado y las primeras gotas del elemento se interpone una paloma de cuello ascendente. A la izquierda de Cristo tres repugnantes seres realizados en tinta negra. En un extremo del lienzo el sol, en el otro la luna. Esta viene a ser una descripción a vuela pluma del último óleo que he pergeñado. He trabajado en su realización, de manera desigual, durante seis meses y responde a esa técnica tan particular que pretende consagrarse como figurativa pero desfigurada, es decir, sin responder a perspectivas ni normas académicas.

Con el fin de año he plantado la última pincelada a este lienzo de inusual tamaño, en relación con las dimensiones en las que suelo ocuparme. Tal vez sea capaz de tomar una fotografía del resultado y proceda a mostrarla en este corifeo para satisfacción (o insatisfacción) de mis amantísimos lectores.

Quizá uno de los peores vicios del arte moderno resida en la institucionalización de una vanguardia académica que repite, hasta el bostezo, los emblemas del pop-art, del minimalismo, de lo conceptual y de la pintura matérica. La huida hacia delante o hacia atrás, en cualquier sentido, la considero satisfactoria o, al menos, renovadora y tradicional al tiempo.

La contemplación delirante del Bautismo pintado por Piero della Francesca me inclinó a esta interpretación, en óleo sobre lienzo, de uno de los temas más recurrentes de la pintura.

En la catacumba de los Santos Marcelino y Pedro hallamos una de las primeras representaciones del bautismo. En un fresco un hombre desnudo recibe un elocuente chapuzón divino. En la imagen surge una extraña ave a la que se vincula con el espíritu santo, es decir, con la paloma. Sin embargo, su aspecto me resulta similar al de un águila o, todavía mejor, al de un cernícalo. Este ave, parecida a un pequeño halcón, según he podido descubrir posee la capacidad de permanecer suspendida en el aire durante minutos, para lo que no requiere otro esfuerzo que un ligero aleteo. Tal proeza iguala al propósito de evadirse del tiempo, de permanecer fuera de las estructuras físicas, deseo pregonado en textos místicos, heterodoxos y herméticos. Sin duda, el cernícalo nos reserva muchas sorpresas, por ello les insto a sumergirse en sus costumbres y forma de vida. Ahora me arrepiento de no sustituir en mi lienzo la supuesta paloma por un colorido y elegante cernícalo.

Por otra parte, mi amigo, el escritor y pintor Antonio Beneyto me llamó para informarme de la publicación de un nuevo número de la revista Barcarola, donde se incluirá un texto de quien esto escribe en relación con el poeta Lautréamont.

Sus estremecedores Cantos los leí con anterioridad a la aparición de mi barba y me conmovieron profundamente. Entre mis escenas predilectas destacaré esa hermosa y humectante donde un tiburón fornica con una doncella. ¡Se dan cosas en el mundo dignas de verse! Aunque el momento en que un perro descuartiza no recuerdo si a una muchacha o a un niño tampoco es moco de pavo. Por supuesto, las ilustraciones que prefiero para los Cantos de Maldoror, entre las que conozco, las firmó Salvador Dalí. All parecer Beneyto acaba de presentar una exposición pictórica inspirada en el mundo de Lautréamont que puede resolverse como una nueva representación gráfica de los magistrales Cantos.

Pero ahora suspendo toda actividad para quedarme a solas con mis pensamientos y mi cernícalo.

  

Este artículo se publicó en mi antiguo blog el 5 de enero de 2007. Lo recupero ahora para que no caiga en la perdición del olvido.

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