Motivos de tristeza, (XIII)
Motivos de tristeza
LXI
Los tártaros le llevaron preso hasta el campamento.
Mientras los buitres recitaban salmos, los soldados expusieron ante los ojos
del cautivo un sable al rojo vivo. El aullido de Strogoff retumbó en el valle como
si fuera cuaresma. Los lobos se ocultaron en la maleza a la espera de verse
recompensados con carne humana. Los tártaros abandonaron al
desdichado en un acantilado. Durante muchas semanas el cegado Strogoff se
adentró en chozas, veredas y monumentos artísticos. Finalmente, le recogió un
anciano, también invidente, que le acogió en la cabaña que compartía con un
gigante mudo. Por las noches, los tres se calentaban al fuego, en tanto el
vejete interpretaba al violín piezas populares de los pueblos de la estepa
rusa. Con el tiempo Miguel Strogoff volvió al camino. En la fontana de un
pueblo, al que llegó Strogoff sin saber el cómo ni el cuándo, humedeció sus
ojos. En ese instante Strogoff recuperó la vista. Pronto comprobó que percibía
los tonos y las sombras como si estuvieran coloreadas a través de un cristal
evanescente. Una vez terminadas sus andanzas, y entregado el correo, de vuelta
en Moscú, Strogoff relató lo ocurrido en la corte. El zar, mientras se
acariciaba las barbas, inquirió al héroe: ¿Y ahora qué tal tu vista?". A lo que
respondió el cartero: “En verdad no veo nada, pero, sin duda, mi visión ha
ganado desde que me cegaron los tártaros”. La respuesta fue para el zar que, en
secreto, le deseaba a Strogoff la mayor de las desgracias, motivo de tristeza.
LXII
El campesino se desposó con la araña. Aunque hablaba
y caminaba, aunque se contoneaba y se humedecía como una mujer, la araña era una araña.
Al principio, la consorte arrullaba al recién casado con su tela. Con el tiempo
la arañuela pronunció las primeras quejas. "Si trabajaras tan
sólo unas horas más nos podríamos comprar un televisor; también un tejado esmaltado,
una bicicleta y unas lentejuelas." Una tarde ella regurgitó pequeñas arañas y la casa se volvió
inhabitable. "¿De algún modo tendremos que alimentar a nuestros
forúnculos?, anunciaba la esposa de varias piernas al esforzado marido. El
campesino incrementó sus horas de trabajo. Al cabo del tiempo el hombre, ya
anciano, sugirió a su esposa que, tal vez, había llegado el momento de reducir
su jornada. Con los años el cansancio se le pegaba al cuerpo. Pero ella como
respuesta amenazó con devorarle, así que él incrementó sus horas de labor en lugar de
disminuirlas. Pasaron las estaciones, y el campesino, ya cadáver, continuó
trillando, labrando y realizando las tareas del campo día y noche. Los
habitantes de la aldea observaban al cadáver aventador con asombro, aunque pronto aceptaron la silueta del personaje como parte del paisaje. Para la
araña y su descendencia la muerte del campesino no fue motivo de tristeza,
puesto que la osamenta del fallecido proseguía con la tarea y, por tanto, la
familia recibía con puntualidad el diezmo.
LXIII
El vecino callejero les resultaba familiar a los
transeúntes. Aquel hombre se movía con torpeza y desgana por las calles
húmedas. Su mano, extendida para la caridad, sobrevolaba los rostros de los
viandantes, los pechos de las vírgenes y las manos mascadas por las garrapatas
de los asesinos. "¿Dónde he visto antes ese rostro?", se preguntaban
grandes, pequeños y medianos. A menudo, el pedigüeño solicitaba un chusco a
doña Rigoberta, la propietaria de la tienda de la esquina. En una ocasión,
mientras esta señora le entregaba la limosna, con sus dedos rechonchos, le retiró los cabellos de la cara. ¡Albricias!, respiró ella en alta voz.
"¡Usted es Adolfo Hitler!”, exclamó. El suplicante con un acelerado movimiento se aferró al rastro de la mendicidad, al tiempo que asentía
con la cabeza. Rigoberta no supo si arrebatarle la comida y
propinarle una drástica patada en la boca, o si olvidarse del repugnante
personaje. La avejentada figura aprovechó ese instante dubitativo y emprendió a
cuatro patas la huida, con la ingravidez y velocidad de un animal salvaje. La
incertidumbre de aquel instante para la orgullosa panadera fue motivo de
tristeza.
LXIV
Aquel niño se comía las ensaimadas y los enseres de
la casa con una voracidad admirable. Una vecina relacionó la glotonería de la
criatura con la inexplicable desaparición paterna. El infante cometía sus
excesos alimenticios con tanta alegría que nadie pensaba en reprenderle. Su
madre, orgullosa, le pronosticaba grandes logros en el campo de la metalurgia y
una vida agradable, placentera, plagada de bonanzas. Así que el niño una mañana
de agosto se atragantó con un impermeable y una tarde de diciembre comenzó a
alimentarse de sus propios brazos. La madre, lejos de censurar su actitud, le
animó, ya que, según ella, gracias a tales ejercicios se convertiría en un
muchacho robusto y sano. Así que el niño se comió así mismo. Cuando la madre
percibió el error era demasiado tarde. Esa tremenda equivocación fue motivo de
pesadumbre y tristeza para esa figura matriarcal desproporcionada, capaz de
amamantar con uno de sus pechos a múltiples universos desconocidos. Aunque en
un primer momento pueda no caerse en la cuenta, en esta tragedia el
desastre recayó sobre la garrapata que habitaba en la terraza cabelluda del
niño, puesto que el día de la autoconsumación ella perdió los amplios pastos
donde habitaba en paz con todos.
LXV
Ambrosio se jactaba, a pesar de su limitada
estatura, del tercer brazo que le sobresalía de un costado. En la pista de
baile, el orgulloso personaje agitaba sus tres extremidades superiores con tanta
gracia, que las mujeres y los animales le lanzaban vasos ahítos de bebida como
muestra de admiración, respeto y simpatía. Gracias a su mutación Ambrosio
utilizaba tres raquetas cuando jugaba al tenis, tecleaba en su computadora a
una velocidad casi inapreciable para el ojo humano y se rascaba con sarnosa
inquina la espalda hasta que la sangre le brotaba a raudales. Sin embargo, una
mañana, mientras regresaba de la compra con ciento veinticinco bolsas sujetas
por sus quince dedos, un niño de cuarenta y siete años, con problemas de
madurez, le señaló, en tanto gritaba: “¡Fíjense que mala bestia! ¡Pero si tiene
tres brazos, qué horror y qué escándalo!”. El comentario avivó en Ambrosio una
inquietud, unas reflexiones inconfesables, que le llevaron a odiar la
extremidad que le diferenciaba del resto. Por tanto, una mañana, tras
afeitarse, se cercenó el brazo y luego se cosió la herida con hilo de pescar.
Los problemas a los que se enfrentó Ambrosio en su vida cotidiana a partir de
ese momento, acostumbrado como estaba a la abundancia de dedos, para el desgraciado
fueron motivo de tristeza.
Me gustan mucho tus petites histoires, co trasfondo cotidiano convertido en surrealismo mágico-psico-anal-ítico. Y pensar que los dos veíamos a mi mono Amedio y yo.
ResponderEliminarSigue escribiendo aunque sea en osamenta!Alice