Motivos de tristeza, (IV)

Una de las máscaras de la colección de Bonifacio


Motivos de tristeza

XVI
 Bonifacio coleccionaba máscaras: grotescas, procaces, de esas que reproducen caricaturas de políticos y otras celebridades, funerarias o mortuorias mexicanas y chinas, rostros de dioses procedentes de rituales amerindios, etc. El buen hombre se enmascaraba a diario, dependiendo de su ocupación, con un modelo de la colección. Por ejemplo, cuando iba al mercado, donde se pertrechaba de su base alimenticia compuesta de mandarinas y patatas, se cubría el rostro con la careta de un conocido torero. En cambio durante sus visitas nocturnas a los bares de moda lucía una máscara africana. El uso de estas prendas Bonificacio no lo reducía a las actividades públicas, sino que también las portaba en la intimidad. Por ejemplo tenía por norma ducharse con una máscara antigas. Para las grandes ocasiones, comuniones, bodas y bautizos, empleaba su rostro de gala, una faz de origen maya. Los paseos dominicales de estío los realizaba con un acartonado rostro de Popeye sobre la piel. Por desgracia, una mañana de verano estalló una virulenta e inesperada tormenta. Y como resultado Popeye se deshizo entre las manos del pobre Bonifacio, mientras éste procuraba infructuosamente que la exquisita pieza no se deteriorara. Al fin el rostro de Bonifacio quedó al descubierto, para sorpresa propia reveló unos rasgos hermosos, angelicales, que atemorizaban a los viandantes. Aquella demostración pública para Bonifacio, claro está, fue motivo de tristeza.

XVII
 A Loreto Cifuentes le desaparecieron los muslos, lo que la obligó a permanecer recostada en el lecho durante dieciocho años. Entre tanto su esposo, de escasa estatura y ojos enormes como vitrales, se proclamó miembro fundador y único de la plataforma de búsqueda de las partes huidas de su señora. Cuando el rumor de lo ocurrido se extendió por la ciudad empezaron a formarse largas filas de curiosos en el porche de la vivienda de la pareja. Ella recibía a las visitas incorporada sobre la cama y engalanada con una bata de un tono rosa pastel. Los intrusos primero tomaban asiento frente al lecho, después Loreto refería el escalofriante relato: “Sería la hora del alba cuando sentí mi frente perlada de sudor. Hice mención de levantarme y… comprobé que mis muslos habían desaparecido. Desde luego conservo los pies y el resto de las piernas, pero semejante desgracia me obliga a caminar con dificultad, siempre con pasitos pequeños. Además la pérdida de mis muslos ha disminuido mi estatura. Y mi perro Ifigenio, enorme y mal humorado, se aprovecha de mi desgracia y con frecuencia se abalanza sobre mi persona para mordisquearme la cabeza”. Al cabo de unos meses de la primera recepción autocares atragantados de turistas se amontonaban en la puerta de la vivienda para contemplar a la señora, tras pago y cita previa concertada a través de su esposo. Una tarde de verano el virulento Ifigenio halló los muslos de Loreto ocultos tras el aparador de la cocina. Nadie supo la causa de la desaparición de los perniles, ni si el can había intervenido en el extraño suceso. Un cirujano plástico, conocido como el “Carnicero de Antequera”, implantó a Loreto las extremidades a los pocos días. Pero no todo fueron alegrías, puesto que la anulación de las visitas de indiscretos y curiosos derivaron en incalculables pérdidas económicas para la pareja, lo que, para ambos, fue motivo de tristeza y desahucio.

XVIII
El abuelo de Riquelme murió ahogado mientras realizaba un curso de submarinismo en la piscina municipal. El joven e imberbe muchacho adquirió en un rastrillo un triciclo, de segunda mano, con el propósito de mitigar la depresión que le produjo tamaña pérdida. En una posición comprometida y ridícula, por el tamaño del vehículo en relación con el conductor, el nieto inició un peregrinaje por todas las piscinas municipales de la población, mientras cantaba a voz en grito la canción Brasil en chino mandarín. Aquel extraño ritual pretendía homenajear al difunto, durante su juventud emigrante del país oriental. Riquelme recordaba, con una emoción que le desataba el vientre y le sumía en violentos ataques de disentería, la narración mil veces repetida por su abuelo de cómo conoció a su abuela, oriunda de Albacete, durante una fiesta maoísta donde se interpretaba la ya citada canción. El nieto, influido por estas vivencias familiares, se sumergió en la lectura de Confucio de manera compulsiva. Así Riquelme montaba sobre el triciclo al tiempo que releía al filósofo chino. Por fortuna para la humanidad, el joven, tal vez en un descuido originado por su furia lectora, se despeñó con su triciclo por un acantilado. A pesar de todo, el joven no falleció lo que, para muchos viandantes, fue motivo de tristeza.

XIX 
Gregory vivía en una precariedad extrema. Apenas disponía de dinero para comprarse golosinas, así como otros productos de primera necesidad: joyas, billetes de autobús, prismáticos, colonias o zapatos de piel de cocodrilo. Desde hacía tiempo, mientras preparaba sus ensaladas, Gregory rumiaba ideas para una novela. Por desgracia carecía de medios para procurarse papel, así que los esbozos de sus ocurrencias los insertaba maquinalmente en su memoria. Pero un día de lluvia Gregory, en un rapto de inspiración bizantina, se tatuó su magna obra en los testículos. Tras su muerte académicos y jueces literarios declararon a su novela como una obra cumbre de la literatura testicular. Por este motivo, para conmemorar el centenario del nacimiento de su autor, los gobiernos imprimieron ediciones facsímiles del texto. Para conservar el encanto del manuscrito la impresión se realizó, letra a letra, sobre piel sobrante de criadillas. Sin embargo, para su conveniente conservación, esta materia prima precisaba de tantos cuidados que la mayoría de los coleccionistas asistían con impotencia estoica al deterioro progresivo de su ejemplar, lo que, claro está, para los sibaritas de la edición era motivo de tristeza y contubernio.

XX
 El coleccionista adquiría cadáveres en subastas públicas organizadas con los cuerpos que aparecían desparramados por las calles y que nadie reclamaba. Cuando Aquilino se procuraba una nueva pieza primero la embalsamaba, después le buscaba acomodo en un jardín secreto subterráneo oculto debajo de su casa. En este idílico lugar los árboles estaban formados con limo amasado con orines; la flora la componían especies monstruosas que apenas precisaban la luz; los animales pertenecían a especies nocturnas. En ese entorno situaba el coleccionista  a los cadáveres momificados y ataviados con curiosos disfraces: explorador, minero, aborigen cantones, caballero del medievo, ballenero, bombero-torero, arlequín… En su afán, Aquilino incluso había reproducido a una familia que aparentaba pasear con normalidad por aquel paraje. El hombre, con pronunciado bigote, mantenía la mirada distante, fija en un punto indeterminado. La mujer, a su lado, se descomponía paralizada junto a un carrito de bebé en cuyo interior yacía una desgraciada criaturita emboscada en el sueño. Aquilino, en su afán de perfeccionamiento, pensó en la necesidad de incorporar a su colección a un popular cantante. Como el personaje ostentaba una insultante salud Aquilino decidió asesinarlo. Y así fue. El plan, meticuloso, ajustado a una disciplina casi histérica, se resolvió a la perfección. Y como nunca llueve a gusto de todos, la desaparición del popular cantante, para los seguidores del intérprete, fue motivo de tristeza.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares