Motivos de tristeza, (II)
Aparición |
Motivos de tristeza
VI
El perrito Tesifonte se emperejilaba como una dama, o señorita de compañía, o madame, con el propósito, mal intencionado, de colarse en el
autobús o en el tranvía. Durante el proceso de impostura el can se mantenía
sobre sus patas traseras y ejecutaba una serie de equilibrios a lomos de unos
zapatos de tacón. A menudo el conductor y los demás viajeros confundían al
animal con una señora en estado de embriaguez, lo que motivaba chanzas y burlas
que el animal soportaba con estoicismo. Tesifonte había elaborado un complejo
sistema que consistía en una serie de poleas y flejes, ocultos bajo su vestido, que le
posibilitaban el pago de las monedas que exigía el mayoral del vehículo. Los
propietarios del animal no comprendían el motivo de este comportamiento, aunque
lo consentían. Los vecinos, ya acostumbrados a la apariencia femenina de
Tesifonte, le saludaban y jaleaban a su paso por la calle. Todo aquello al
perro le hacía sentir satisfecho y hasta eminentemente orgulloso. Un día, por
desgracia, le fallaron al animal las poleas y no pudo entregar las monedas que
le acreditaban como viajero de pleno derecho. El chofer, iracundo y manco, le
exigió el pago a gritos mientras golpeaba el dispensador de billetes con su
único puño. Al tiempo los viajeros protestaban porque el autobús permanecía
demasiado tiempo parado. Entonces el conductor, armado con un garrote, saltó su
barrera natural y comenzó a golpear a los presentes sin discriminación de
ningún tipo. Un niño mal encarado, bizco y con voz nasal, señaló al perro y
grito: “¡La culpa es de esa señora que no sabe hablar!” Un grupo de sádicos se
lanzó sobre el pobre can y le despojó de su disfraz. Los viajeros, muy
indignados, tras un grito de asombro lanzado al unísono, alzaron los brazos con
el propósito de escarmentar al impostor. El conductor, ensangrentado, exclamó:
“¡Y encima parece un perro!” Cuando Tesifonte vislumbró el garrote del chofer
recurrió a sus cuatro patas para huir. Desde aquel día nuestro can sólo se
travistió en fiestas de guardar, lo que, claro está, fue, para aquel sensible y
viajero animal, motivo de tristeza.
VII
Cipriano Gómez veía a Dios a diario. La manifestación
encarnada de la divinidad le acompañaba cuando realizaba la compra, durante la
siesta, mientras jugaba al fútbol, o en tanto conmemoraba, hasta altas horas de
la madrugada, toda suerte de festejos del santoral.... Los primeros meses sus
familiares y amigos desconfiaron de la afirmación de Cipriano ante cualquier
contrariedad: “No os preocupéis, Dios está conmigo”. Pero la persistencia del
sujeto acabó apaciguando a los cercanos, y, tras varios meses, nadie se
inmutaba cuando éste se apartaba del grupo, durante una conversación, para
aclararle a Dios algunos detalles sobre ciertos temas introducidos en el
debate. Pero no todos aceptaban la situación con naturalidad. Su mujer e hijos
le insistieron a Cipriano para que se sometiera a un chequeo médico. Al cabo de
unas semanas el médico, inexplicablemente especialista en pediatría, con uniforme de campaña, muy serio y
compungido, aclaró a su paciente que, a la luz de las pruebas, alojaba un tumor
en el lóbulo frontal de su cerebro. Aunque Dios le desaconsejó la operación, el
enfermo se puso en manos de los cirujanos empujado por la insufrible terquedad
de sus parientes más próximos. La intervención se diagnosticó como un éxito
apoteósico. Cipriano se recuperó de inmediato, aunque apenas percibió mejoría o
empeoramiento en su estado físico. Dios desapareció de su vida diaria, pero de
inmediato fue sustituido por la Santísima Virgen. La manifestación de este
cambio sustancial en la vida de Cipriano fue motivo de tristeza para sus amigos
y familiares, por la envidia que, claro está, les suscitaba tal insigne gracia.
VIII
El
chimpancé Diógenes precisaba unas lentes. Su familia de adopción, un grupo de
cómicos de la legua, intentó hacérselo entender de todas las maneras posibles.
Tras una esforzada e inútil conversación, la familia pasó a explicarse
utilizando peras y manzanas, siguiendo pautas de razonamiento lógico, con
diagramas, con diapositivas, con pantomimas y ecuaciones de segundo grado.
Frente a tales los esfuerzos Diógenes negaba con la cabeza, se manifestaba
incrédulo y lanzaba con furia contra el suelo los anteojos que le ponían a su
alcance. Diógenes se ocupaba de escribir las piezas que representaba la
compañía. Por este motivo, la familia se desplazaba siempre con un pupitre, y
así el cegato animal aprovechaba cualquier ocasión para escribir sobre unas
cuartillas amarillentas, con un dedo mojado en tinta china, las más fabulosas y
extraordinarias aventuras. Algún crítico se atrevió a comparar la maestría del
chimpancé con la de Shakespeare y Cervantes. El patriarca de la compañía,
exasperado por la situación,, una noche colocó al versátil dramaturgo las gafas
mientras dormía. Cuando Diógenes despertó no tuvo más remedio que admitir la
beneficiosa acción de las lentes. Aquello regocijó a todos pero, por algún
extraño motivo, desde ese día el escritor no redactó ni una línea. Los cómicos,
al verse privados de nuevo repertorio, se arruinaron. Claro está que aquello
fue motivo de tristeza para todos, excepto para el primate que, retirado de la
vida de titiritero, vivió una plácida jubilación como académico.
IX
Los ancianos don Arístides
y doña Concha frecuentaban las salas de cine. Como espectadores no permanecían
impasibles, sino que, en su fuero interno, traspasaban la pantalla y se
transformaban en integrantes de la proyección. Ambos vivían con tanto interés
ese “otro mundo” que una tarde, sofocados por el hastío, y durante su paseo
diario, comenzaron a conectar semejanzas entre los transeúntes y los actores, o personajes, de sus películas
favoritas. Pasado el tiempo los ancianos también encontraron en ellos mismos
parecidos con identidades cinematográficas. Los vecinos pronto detectaron un
extraño comportamiento en los ancianos. Por ejemplo, a don Arístides se le
podía encontrar vestido de explorador en la panadería, o a doña Concha
encorsetada dentro de un traje de superhéroe sentada en la parada del autobús.
Una tarde, antes de emprender el recorrido vespertino, los ancianos se llevaron
una sorpresa al contemplarse en un espejo. Él se había transformado en un joven
Ramón Gómez de la Serna y ella en una seductora Marlene Dietrich. Cuando
salieron a la calle los transeúntes les observaban con extrañeza. Algunos
advertían el parecido de la señora con Marlene Dietrich y se quedaban
boquiabiertos. A Ramón sólo le reconocían jóvenes poetas extraviados, o algún
estudiante efusivo. Pero lo más inquietante, para los testigos presenciales del
paseo diario, lo constituían los tonos grisáceos de la piel y del
vestuario de la pareja, por otra
parte también rejuvenecida. Así, con estas nuevas personalidades, ambos
entraron en la eternidad. Tras la transfiguración le desapareció a doña Concha
un lunar que ostentaba en el nacimiento de uno de sus senos, lo que para don
Arístides supuso, en su vida, el último motivo de tristeza.
X
Doña Fulgencia Ramos de Andrade decidió, a la edad de
65 años, un domingo, a las doce del mediodía, introducirse en un baño de agua
tibia, sazonado con aceites y jabones exóticos, para no salir jamás. El
teléfono móvil, regalo de uno de sus nietos, impermeabilizado con un
chubasquero de punto de cruz, se convirtió en su único compañero de encierro.
“La comunicación ante todo”, pensó ella. Además, la señora emplazó el
frigorífico en la cabecera de la bañera, de esta manera para proporcionarse
cualquier alimento le bastaba con incorporarse levemente. Cuando su hijo,
Ernesto Cifuentes Ramos, tuvo noticia de la resolución de su madre, intentó
deslizar una batidora en funcionamiento en el interior del húmedo receptáculo.
Los hermanos del homicida y los nietos de la señora, es decir, los hijos de
Ernesto, Ataulfo y Juan Domínguez, reprimieron la agresión, y lograron que los
juzgados dictaran una orden de alejamiento de la bañera del matricida. Con
motivo del 66 cumpleaños de doña Fulgencia se reunió toda la familia, excepto
el primogénito agresor, en torno a la ablución interminable. Los presentes
comieron la tarta conmemorativa sobre el retrete, el vide, la pila del lavabo,
la cisterna… Al final los convidados, exaltados por una desaforada animación,
encendieron algunos petardos que sonaron, en el limitado recinto, como
cañonazos. El estruendo alarmó a los vecinos, que avisaron a la policía. Cuando
los agentes se encontraron con semejante escena detuvieron a toda la familia
acusada de constituir una secta peligrosa. Sin embargo, doña Fulgencia, tras
negarse en redondo a desalojar la bañera, manifestó que la causa de su
comportamiento provenía del maltrato psicológico que había sufrido por parte de
sus parientes. Por tanto la familia ingresó en prisión. Los desperfectos que el
cuerpo policial ocasionó en el baño, los agujeros de bala en el techo, la
rotura de baldosas, así como alguna ligera rozadura que afeaba el sanitario
fueron, para doña Fulgencia, mientras vivió sana y feliz en el aseo, sus únicos
motivos de tristeza.
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