Antología poética XIV: Raúl Herrero: Ciclo del 9 9.1 Las palmeras de Verona "Homenaje a Cole Porter"


Antología poética -en línea- de Raúl Herrero, XIV

Durante el proceso de escritura de 9.1 Las palmeras de Verona (84-95399-18-0)  descubrí el mundo poético y musical de Cole Porter. Al hilo de esta pasión desaforada se incluyó en este cuadernillo un apartado titulado "Homenaje a Cole Porter". El poema que evidenciaba este homenaje a continuación (con evidentes referencias a la letra de la canción You're the Top.


Aunque el tiempo sobre el tiempo
avanza, como una carroza de fuego sobre un sendero de hielo,
tu boca, una vez tras otra, vuelve sobre sí misma
cual reflejo o eco o hueso que ascendiera
por una pendiente rociada con óleo sagrado.
Resplandeces tras el lenguaje con mayor crudeza que la verdad;
tu sueño ocupa el espacio de los puntos cardinales.
tú posees el encanto de una urna griega,
eres el mejor trazo de una acuarela de Victor Hugo,
la gota de oro en el ojo de un gato,
el piano mecánico de la luna de Méliès,
la pincelada esencial en un cuadro de Xul Solar,
el acorde de una canción de Cole Porter,
la luna azul cortada por un relámpago albino,
el Albaicín de Granada sobre los senos del estío,
una frase musical de Mozart,
una amazona esculpida por Fidias,
la Isis de Antinópolis,
el punto dentro del círculo.
En tu paladar se escriben los diez sobrenombres de Dios,
eres absoluta, cual un ballet ruso de los años 20;
te iluminas igual que una gárgola plateada bajo el sol pleno.
Tú eres el olor de un libro recién impreso,
la sonrisa inteligente de Marco Aurelio;
eres más esencial que el agua en el vientre del desierto.
No importa la espera, ni la indecisión,
porque el corte de tus hombros supera los diseños de Paco Rabanne.
Eres luz con talle de mosquito que me apresa,
la cárcel de las delicias, el estrépito de los silencios,
la nuez con cáscara de piel, la anunciación de los sortilegios,
el pez cristalino tallado en un madero,
la molécula que genera el aire del paraíso,
la combustión espontánea de la santidad,
la alianza renovada entre placer y dolor.
El Partenón en tu mente protegida por la generosidad,
disuelta en la mixtura inagotable,
enaltecida por los valses del opio,
atrapada en la caja de pliegues infinitos e infinitesimales.
Eres el eco del tiempo, la esencia de las plaquetas de la sangre,
la madera blanca de Islandia, el festival de Bayreuth.
Creo en ti desde que completas ideogramas
y tras reconocerte en el escaparate de la imprecisión.
Proyectas sobre mi córnea una virgen fotografiada por su amante;
superas cualquier alumbramiento de la televisión,
a los dioses o suplementos culturales,
a la ginebra Bombay, al Castillo de Barba Azul de Bartók;
contienes más encanto que la calma de los días ridículos.
Ya no utilizo la papelera, todo se sublima,
porque quizá seas la Piedra Filosofal,
el revés de lo que comprende todas las dimensiones,
la hiedra que rodea y regenera la inocencia,
el caldero donde se concibe la unión de los opuestos,
el humilde y más recóndito rincón de Central Park,
puesto que tú superas en hondura
al instante en que la armonía se deshace en el estallido de la existencia.



El cuadernillo se cerraba con este poema dedicado a Fred Astaire que, aunque se encontraba fuera del homenaje a Cole Porter, bien podría haberse incluido en ese aparado.


Oda a Fred Astaire

Tumbado, con los pies de charol sobre el universo, pareces una alucinación de moluscos;
desnudas el aire con tus pasos curvados,
tus ásperas nubes.
En la cima del ocaso derribas los osos del fútbol;
pared con sabor a mejilla;
sombrero de copa que sostiene el vacío;
una sombra negra sobre tus manos llevadas hasta el fuego;
sorbo de la pistola que proyecta tu imagen
sobre el cuaderno desgastado de la nada.
Avivas el silencio decrépito de mi indolencia;
clavas la delgada punta de tus zapatos en las muñecas
de mis brazos yermos y doloridos.
Describes con las piernas una circunferencia de olvido;
cocinas la materia y el movimiento;
bebes el fluido de la inmortalidad.
En la rapidez de tu vuelo superas la distancia
que separa al aerolito de la vida;
bailas y cortas del césped.

[Ve, como gran Maestro,
con tu cabeza de pepino
y tus muslos de conejo,
con movimiento diestro,
escobando el tósigo del tiempo.]

Tiembla dentro de la corteza del árbol caído.
Los titilantes enredos de la gloria caminan sobre las pisadas
que entregas a esta tierra muda y obscura.

Eclipsas el corazón del huracán,
–hoja herida por el proyectil eterno del viento que perfora la alegría–,
eliminas el dolor del vértigo;
en tu lengua tiembla el bienestar mojado.


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