Motivos de tristeza, (XVI)

Modelo de cámara del cuento LXXIX



Motivos de tristeza






LXXVI 
Despertó la doncella de su ensueño mortal y contempló al príncipe de cuerpo entero: Era bizco, contrahecho, le faltaba una oreja, su barba se asemejaba a unas nalgas orientales… A ella no le importunó tamaña apariencia, pero comprobó, tras mantener una breve conversación con el sujeto, que era lerdo, idiota y, lo peor de todo, tal vez un versificador que se consideraba poeta. La joven extendió su colcha por encima del horizonte, por encima de sus axilas y por encima de los demás cortesanos que bostezaban despechados por lo desgarbado del príncipe. Entonces, un perro se acercó hasta la doncella y la besó en los labios reales y evanescentes. El príncipe protestó y el can le mordió en una pierna —que más tarde se supo era de madera—. La muchacha subió a lomos del pequeño animal; tan diminuto era el perro que ella, una vez montada sobre él, arrastraba las piernas por el suelo. Aunque el desplante fue para el príncipe motivo de tristeza, cuando el padre de la princesale aseguró que, a pesar de todo, él heredaría la corona, el muchacho, sano a pesar de sus accidentes corporales, pensó: “Si van a coronarme rey todas formas, no necesito a una princesa obtusa. Pero… ¿y qué será de ese pobre perro?”. 



LXXVII 
La oveja Crisóstoma todas las mañanas de primavera interpretaba un variado repertorio de canciones de zarzuela. El resto del rebaño, ocupado con el pasto y la observancia del paisaje, disfrutaba con el entusiasmo de su compañera, y como prueba de agradecimiento le reservaban los más frescos prados. En algunas ocasiones, el perro Fulgencio Gómez de Cuña Vicuña se unía a la cantante con su guitarra de doce cuerdas. Entonces el repertorio se aproximaba a géneros como el folk y el blues. De hecho, este can había ganado varios concursos para músicos aficionados; además, en toda la comarca se le conocía por la destreza de sus patas con las cuerdas de la guitarra. A los fragmentos de La Violetera, Luisa Fernanda, Gigantes y Cabezudos, A la mar con las focas, Los taburetes elástico y otras zarzuelas, les seguían, tras unirse a la oveja el perro con sus cuerdas, temas como Hammer Blues, Sweet Home Chicago, El Paso Blues, John The revelador… Por desgracia, el pastor, Angostura Millán, hombre de poco seso, escaso entendimiento y nulas luces, envidiaba el talento de sus animales y aspiraba a eclipsar la popularidad del fabuloso dúo. Con tal propósito, el incauto bebía todas las mañanas más de dos litros de yemas de huevo, realizaba gorgoritos con su propia orina –ignoramos la procedencia de tan curiosa receta– y ensayaba durante horas en la soledad de los montes. Un día, al final de aquella primavera, Angostura Millán condujo al rebaño hasta un claro del bosque, donde frondosos robledales iluminaban una sombra impertérrita. Allí, tras esputar, el pastor comenzó su serenata. Eran tan insufribles los chirridos y bramidos de aquel hombre que las ovejas no tardaron en mearse de risa. Incluso el perro Fulgencio tuvo que sujetarse con sus patas a un tronco para no retorcerse por el suelo abatido por las carcajadas. Este suceso fue motivo de tristeza para el envilecido pastor, que decidió quitarse la vida y dedicarse a la política. Según cuentan las ovejas ancianas de aquellos contornos, todavía hoy se escuchan en el bosque, cuando el aire brinca entre las ramas, las risas del rebaño. 



LXXVIII 
Durante los juegos los ciegos se olvidaban de comer, las mujeres de dar a luz, los infantes de vestirse con sus uniformes de maniquíes, los varones de sus escrotos… Durante los juegos a los hombres se les permitía piropear a los perros y a las mujeres orinar en los postes de la luz. Durante los juegos no se perseguía a los enamorados con las tijeras de la castración, medida adoptada por el estado para que las parejas “fabricaran” hijos a demanda, según las necesidades de la producción. Durante los juegos incluso a los ancianos, por orden ministerial noche y día drogados con “ketamina”, se les autorizaba a llorar o a cagarse encima como prueba manifiesta de su melancolía. Durante los juegos las familias se reunían alrededor de una pantalla para aplaudir las proezas de los atletas en las siguientes especialidades: Anudamiento de los cordones de los zapatos, ingestión masiva de pasteles de coco, flexión del cuello con una pierna por encima y, sobre todo, la práctica deportiva más popular, la imitación del mandril macho durante la cópula.
La ceremonia de clausura de los juegos, que marcaba el instante de regreso a las fábricas, las escuelas y los centros de recogida agrícola, era motivo de tristeza para los esclavos. 



LXXIX 
Como la tecnología avanzaba con la frugalidad de un gruñido llegó el momento inesperado de la invención de la cámara fotográfica injertada en el ano. Por arte y gracia de un científico de origen beduino, que descubrió la forma de introducir por el ojo trasero, sin dolores ni aspavientos, un diminuto aparato fotográfico, todos los ciudadanos se bajaban los pantalones, faldas o bañadores para inmortalizar a personas, paisajes o vallas publicitarias con el resorte de sus nalgas. El minúsculo aparato se insertaba en un suspiro. A cambio se obtenían muchas ventajas: Gran calidad en la imagen, una mínima inversión económica que garantizaba fotografías casi de por vida, la posibilidad de conectarse, por el mismo conducto, a una pantalla de computadora que regurgitaba las imágenes tomadas… Pero pronto comenzó la desilusión. Por alguna circunstancia ignota, que el beduino jamás explicó, todas las personas retratadas con la cámara anal aparecían con el rostro del inventor. Se intentó solventar esta desafortunada ocurrencia sin lograrlo, por lo que se abandonó la producción de este tipo de tecnología. Para los fotógrafos anales que la medicina certificara la imposibilidad de extracción del aparato fue motivo de tristeza. 



LXXX 
Aquel papagayo comía como un humano; caminaba como un humano; cantaba como un humano; respondía a los acertijos como un humano; razonaba como un humano; jugaba a la oca como un humano; aquel papagayo, como un humano estornudaba, hacía la compra, veía la televisión y hasta nadaba como un humano en la piscina climatizada que sus cuidadores le habían edificado en su jaula señorial. A menudo, el papagayo recibía visitas inesperadas de personajes ilustres que se acercaban hasta sus dominios en busca de consejo. La humanidad del papagayo alcanzó tal extremo que él mismo se planteó si realmente podía considerar humanos, a los que le habían servido hasta entonces de modelo. Tanto se estrujó el seso y el pico aquel animal que con hondo penar decidió marcharse de casa. Aquellos humanos eran poco “humanos” para su nivel. Por descontado para los dueños del animal la incomprensible desaparición del papagayo fue motivo de tristeza.

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