Motivos de tristeza, (XII)




Motivos de tristeza


LVI
Lo más selecto de la sociedad se reunió en la sala para presenciar al recital de piano del chimpancé Wenceslao. Su propietario afirmó que había invertido su fortuna en el misterioso educador hindú que adiestró al animal. Tanto los ancianos como las jóvenes damas, incluso los funcionarios y los marineros, exclamaban entre suspiros de admiración: “Interpreta las piezas por inspiración, no por imitación. ¿O será por transpiración? ”. El dueño del animal sonreía mientras escuchaba las alabanzas. Sin embargo, durante un concierto, un momento antes de finalizar los Estudios de ejecución trascendente de Franz Liszt, el animal de un salto se puso en pie sobre la banqueta. “No os admiréis tanto de mi talento musical. Más os sorprenderíais si conocierais los misterios que me han sido revelados”, afirmó el chimpancé. Tras su intervención Wenceslao volvió sobre el teclado y finalizó la pieza. El silencio en el que se sumió el animal, desde entonces y hasta su muerte fue, para todos los curiosos y sabios, motivo de tristeza.

LVII
El niño Teodorico orinaba con despreocupación en la puerta del colegio. Esta costumbre, muy arraigada en el carácter de la criatura, a pesar de su temprana edad, le valió la reprimenda airada de padres y el castigo físico de profesores. A pesar de tales sucesos poco dichosos, el niño continuó con su praxis para desesperación de adultos y regocijo de sus iguales. Sus compañeros de clase le adoptaron como héroe y le ofrecían, a modo de ofrenda, los bocadillos que sus madres les introducían furtivamente en las carteras. Todo ídolo siempre encuentra a un oponente; el caso de Teodorico no fue una excepción. El profesor de gimnasia, conocido verdugo y tirano, al que odiaba todo el centro, incluido el resto de los amaestradores, –como todo hombre de bien sabe la asignatura gimnástica no posee la entidad ni el empaque de otras, por lo tanto, los que imparten esos atávicos rigores físicos adoptan una autosuficiencia impostada con la intención de equipararse al resto de educadores, pretensión que, en el caso que nos ocupa, resultaba tan repugnante a los alumnos como al resto de educadores–. El controvertido gimnasta obligó a Teodorico a perpetrar una serie de ejercicios que le dislocaron las ingles; lo que por un tiempo le impidió la ejecución de su ya famosa micción matinal. Aquella desgracia fue motivo de tristeza para los compañeros de Teodorico que, tal vez señalados por alguna oculta insatisfacción, padecieron de cistitis hasta la completa recuperación del lesionado. Por cierto, la autoridad gimnástica fue hallada muerta en el patio del recreo el último día de curso. Hasta el momento nadie ha desentrañado los detalles de lo ocurrido.

LVIII
 Este "Motivo de tristeza" recrea una noticia leída en la prensa.

Todas las noches el pequeño Aurelio, antes de acostarse, rezaba bajo el palio de su colcha, protegido por las náuseas de una cena indigesta, con la cerviz doblada sobre su cuerpo, hasta tal extremo que casi podía besarse las rodillas; en sus oraciones Aurelio suplicaba a Dios que le concediera un pequeño perro negro, con un hermoso pañuelo granate al cuello; un pequeño animal que alegrara las tardes y las mañanas de su infancia. Mientras, su padre, oculto bajo la cama, escuchaba los deseos que su hijo formulaba en voz alta. Cuando el niño se dormía el progenitor reptando se ausentaba del cuarto. Llegó el cumpleaños de Aurelio. En el niño se avivó la esperanza de encontrarse con una mascota. En el momento de acostarse Aurelio descubrió una caja forrada con papel brillante sobre su cama, pensó: “¡Seguro que se trata de mi perro!”. El niño arrancó el envoltorio y levantó la tapa sembrada de perforaciones realizadas con tosquedad. Del interior saltó una rata con ojos cetrinos, se abalanzó sobre sus mejillas, le mordió, desapareció; los padres reían a carcajadas. Para Aurelio la nostalgía del pequeño perro negro, todavía vivo en su imaginación, fue motivo de tristeza.

LIX
En su lecho de muerte el rey Juan Lanas redactó un codicilo por el que nombraba heredero universal de su hacienda y territorio al chimpancé Romualdo, mascota que la corte ofreció al monarca en su vigesimonoveno cumpleaños. Los ministros y gobernadores no encontraron ninguna fórmula legal para revocar los últimos deseos del regente, por lo que, tras algunos dimes y diretes, los cortesanos aceptaron al animal como monarca. Pasaron los años y la economía del reino mejoró a buen paso, se designaron a los hombres más capaces para puestos esenciales, se avanzó en derechos y en ayudas sociales… Mientras Romualdo agonizaba en su lecho, la corte y los súbditos lloraban la pérdida del que había sido su mejor rector. Los ministros se preguntaban: “¿Cómo un chimpancé habrá conseguido tanta prosperidad?” Romualdo, que siempre se tuvo a sí mismo por un primate inteligente, había desarrollado un aparato que, una vez implantado en su tráquea, le permitía comunicarse con los humanos. Así que, tras escuchar las disquisiciones de los plañideros, Romualdo respondió con las que fueron sus últimas palabras: “Fue sencillo. Nunca hice nada”. La defunción inmediata del chimpancé fue para los súbditos motivo de tristeza.

LX

El sabio camina sin hundirse en la superficie del agua.
Antonio Fernández Molina

Gerundio caminaba sobre las aguas sin proponérselo, con la naturalidad que otorga la verdad cuando no se racionalizan los instintos. Pastores y segadores se reunían en la playa para contemplar los paseos marítimos de Gerundio. El pescador ingrávido siempre regresaba con un capazo sobre los hombros, del que sobresalían colas y bocas de peces que agonizaban a bocanadas negruzcas. Los espectadores de la proeza apedrearon al desgraciado Gerundio; la envidia les mordía el hígado con tanta saña, que no les dejaba otra opción que la ira. El caminante acuático esquivó como pudo los proyectiles, aunque uno de ellos le acertó en pleno rostro. Regresó a casa con la visión empañada por la sangre. Gerundio preguntó a su padre aquella noche: “¿Por qué importuna tanto a pastores y segadores que levite sobre las aguas?” “Es muy fácil, respondió el padre, que era cocinero, mientras se bañaba en su propio jugo, porque eso, aunque sucede, no puede ser verdad. ¿No te has fijado en tu cuerpo? Contémplalo con calma, tanto tu piel como tus huesos y tu cabello están formados por plomo, y jamás ese material ha flotado sobre el agua”. Reflexionó Gerundio sobre el consejo paterno durante varios días. Tras sumirse en la duda y salir victorioso de ella, el flotador humano regresó al mar. Sobre el agua puso un pie, luego otro, camino unos pasos, y tras comprobar que, en efecto, su cuerpo estaba compuesto por plomo, se hundió sin remedio. La muerte del aguerrido pescador fue motivo de tristeza para sus congéneres, no así para los pastores y los segadores, que, durante varios días, celebraron el ahogamiento de aquel al que tanto envidiaron.

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