Motivos de tristeza, (X)





Motivos de tristeza
 XLVI
El amaestrador de pulgas empleaba a don Nostradamus, su perro, de comedero de sus protegidos. Si don Nostradamus bebía leche los pequeños animales saltaban con más garbo; si, en cambio, el can se atiborraba de carne, durante el espectáculo sus comensales se comportaban con menor gracia. El adiestrador tentaba a las pulgas con sugestivas carnes de rollizas mujeres, les prometía la sangre dulce de niños recién nacidos y les excitaba la imaginación relatándoles historias sobre un convite inaprensible que se prolongaría durante la eternidad. Pasados los años las pulgas exigieron de su señor los créditos de tanto trabajo, y el domador de pulgas sin contemplaciones las aplastó con la palma de la mano. Para el perro, don Nostradamus, confidente y amigo íntimo de las pulgas, ese acto violento fue motivo de tristeza.

 XLVII
El ideólogo advirtió a las masas: “Creedme con los ojos cerrados, confiadme las manos y los alientos, tened fe y penetraréis en el edén”. (El payaso de los bombachos comía moscas con una voracidad infrecuente.) Algunos ciudadanos se concentraban tanto en las palabras de su líder que los ojos se les desprendían de las cuencas; otros sufrían inflamaciones cutáneas; algunos, los menos comprometidos, defecaban en sus pantalones mientras sonreían con labios de ruibarbo. (El jefe de pista perseguía a los pequeños monos para devorarles auspiciado por la misericordia y la caridad.) De pronto, el niño sugirió: “Señor ideólogo, antes diferenciaba los árboles, los perros, las cenizas y las montañas. Desde que acato sus consejos sólo le distingo a usted. El resto de las cosas, los animales, las personas y los objetos se han borrado por completo”. Entonces el ideólogo replicó: “La felicidad pasa exclusivamente por mis palabras multicolores y magníficas”. (La mujer araña devoraba a sus hijos mientras recitaba los salmos al revés, es decir, del final al principio.) La constatación de la mentira fue para el niño motivo de tristeza.


XLVIII
El descuartizador les acariciaba el lomo, les agasajaba con golosinas, les mostraba donde vivía; un sótano infectado por alimañas y humedades que presentaba como si fuera un vergel. Cuando los animales parecían satisfechos y confiados, el descuartizador les pedía que se dejasen matar. Si las víctimas se resistían el embaucador aludía a las caricias que les había prodigado, al dulce que les había ofrecido, a lo agradecidas que debían estarle por haberles permitido descansar en el sótano. Si a pesar de todo los animales se resistían el descuartizador desesperado decía: “¿Me negáis la primera y única merced que os suplico? Después de todo el bien que os he procurado.” Entonces los animales asentían y se tumbaban en el suelo boca arriba. El descuartizador estiraba tendones, apartaba extremidades y cortaba en pedazos los cuerpo sin el menor gesto de crueldad, ni de misericordia. ¿Por qué para ese verdugo vocacional una ejecución no era motivo de tristeza?

XLIX
El sabio mientras argumentaba movía las manos como si realizara las cuentas de un rosario. Le escuchaban los prosélitos con paciencia y admiración; algunos cerraban los ojos para alcanzar una comprensión fundamental  de las palabras; otros se rascaban la oreja con violencia para adentrarse en la búsqueda que comienza en el dolor. Con frecuencia el sabio regañaba a sus discípulos con las siguientes palabras: “¿Dónde estáis? Os veo sujetos por las apariencias, por las manías que creéis forman parte esencial de vuestro ser, a vuestro ego”. Una tarde de otoño el sabio, mientras estudiaba los manuales esenciales y preclaros, se contempló en el espejo de los signos primigenios. Se adentró en la primera letra del alfabeto con la premura de una hormiga que penetra en el hormiguero. Ese instante fue, para el sabio, un momento de profunda tristeza, porque comprendió que todos sus discursos y enseñanzas, todos sus reproches, sólo le habían servido para que su ego engordara, al igual que lo hace el cochino al sol de la tierra y las trufas.

L
El asesino lamía el filo del cuchillo y sonreía de medio lado, como si quisiera imitar la agonía de una víctima con la garganta recién sajado. Antes del comienzo de las labores propias de su oficio, el asesino relataba a sus víctimas alguna historia de su infancia, con el propósito de ahondar en la compasión del oyente. En ocasiones él era un niño que huía del orfanato oculto bajo la piel de un perro, al que previamente había desollado. En otras fábulas, que se desarrollaban en una piscina municipal, describía los motivos que le impulsaban a defecar y orinarse dentro del agua.  Así, por ejemplo, también contaba que en su casa de niño le servían ratas hervidas para comer; o describía truculentos castigos físicos que jamás tuvieron lugar, como la extirpación de pestañas con unos alicates; o mencionaba una extraña maldición por la cual, con frecuencia, sus allegados morían en extrañas circunstancias, mientras cantaban la canción “El vino en un barco…”. El asesino no mentía en lo referente a esta última historia, aunque olvidaba mencionar que él era el oficiante de las “circunstancias”. En el día de su cumpleaños, impulsado por el reflejo de su mirada distraída en un espejo, el asesino sintió tanto amor por sí mismo que se dibujo con un cuchillo una sonrisa de extremo a extremo del cuello. Mientras moría, la imposibilidad de repetir esa hermosa sensación para el asesino fue motivo de tristeza.

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