Motivos de tristeza, (XI)




Motivos de tristeza
LI
Toda la familia Omega alababa con delectación los encantos, la dulzura y la gracia del nuevo miembro de la familia: una niña nacida de la unión del hijo del matrimonio Omega, con una estrella de cine de prestigio internacional. Tras el bautizo de la criatura la familia organizó una fiesta a la que acudieron, además de los íntimos amigos, primos, abuelos, sobrinos; los aparejadores que cimentaron la construcción de la finca; un equipo de élite de caracoles corredores de fondo; los contables de la ciudad; dos señoras de Francia, de esas que ofrecen un llamativo espectáculo allá donde acuden; dos docenas de porras; una legión de mimos, etc. Todos alababan la discreción de la madre de la niña, puesto que siempre ocultaba su rostro bajo una tupida mosquitera cosida a sus extravagantes sombreros, mientras se paseaba orgullosa con su retoño entre los brazos. Aunque los convidados se esforzaban en contemplar al bebé, los muchos pliegues, mantos y demás ropajes que cubrían a la niña la ocultaban de todos. Al fin, un niño díscolo arrebató el bebé de los brazos de la madre y se lanzó a la carrera. El fugitivo tropezó,  la criatura cayó al suelo; todos guardaron un silencio lastradado por la inquietud. Cuando el señor Omega levantó a su nieto, las mantas, manteles y demás útiles que cubrían al niño se desprendieron, dejando a la vista de los presentes una hermosa cría de gorila. Aquel descubrimiento, unido al enorme orzuelo que afeaba el rostro de la actriz de cine fue motivo de tristeza para todos.

LII
 Aguilera de Narbonez poseía la faz y el pico de un quebrantahuesos. A menudo, sus compañeros de oficina, además de familiares y otros seres, y espantajos, le rodeaban para cantarle, con espíritu de mofa y mala leche, canciones como "el corro de la patata", "Antón pirulero", "ojos negros, cielo azul" y otras tonadas de feliz recuerdo. El pobre Aguilera se descomía en su dolor. Con frecuencia, tras las burlas de sus desemejantes, vomitaba los tuétanos que siempre desayunaba con la misma voracidad y empuje. La falta de sueño y apetito elevaban a diario al señor Aguilera unos milímetros del suelo, cual si se tratara de un santo varón, hasta que, ¡milagro de milagros!, durante su quincuagésimo cumpleaños su rostro de quebrantahuesos ascendió hasta los cielos para sorpresa de los que presenciaban el acontecimiento. Desde ese día no se tuvieron noticias de don Aguilera, lo que fue motivo de tristeza para quienes se pasaban las tardes muertas golpeando al pobre señor con sus escarnios. Por azar, o por algún intrincado nudo del destino, un hombre diminuto, frente al portal de la antigua casa del desaparecido, desde ese día jugaba al ajedrez con fichas que dibujaba con tiza en los baldosines de la acera.

LIII
 El médico insistió: “Le repito que no es posible. Es comprensible que a mí no me vea, pero esas descripciones tan aparatosas y llenas de colorido de las que me habla, sin duda las extrae de su imaginación, pues resulta del todo imposible que las perciba.” El hombre, que un buen día despertó sin globos oculares, volvió a repetir las mismas palabras: “Le aseguro, doctor que, a pesar de no percibir lo que me rodea, sí contemplo, de manera idéntica a como admiraba los elementos cotidianos cuando mis ojos estaban sanos, toda una serie de extraños paisajes. Por ejemplo, ahora mismo distingo perfectamente una habitación suntuosa, con enormes ventanales adornados con cortinajes. En una esquina de la habitación un enano practica equitación mientras ingiere un plato de lentejas con voracidad. Si me aproximo a la ventana descubro en el exterior a seres increíbles: faunos, centauros, musas y otras formas caprichosas de la naturaleza.” El médico reflexionó durante unos segundos. Se puso de espaldas a su paciente y con un escalpelo se arrancó los ojos. Cuando el escéptico comprobó que, en su caso, la ausencia de globos oculares lo condenaba a la oscuridad le engulló la desesperación. Y es que el excesivo apego a una realidad aparente con frecuencia es motivo de tristeza.

LIV
El perro Hortensio, propiedad de los condes de Torniquete y Gómez de Alfaro, en su deambular diario descubrió que todas las personas lucían un sombrero. Esa extraña alucinación, o visión extraordinaria, al can le hacía sufrir con cavilaciones y preguntas que le inquietaban. Mientras devoraba su pienso canino, o defecaba con alegría estudiantil bajo un árbol del parque, o disfrutaba con el visionado de alguna película, aquel perro era un cinéfilo con varios libros publicados, a su pensamiento volvían esas personas con sombrero. Hortensio encontraba humanos con cabeza enguantada, sin sombra y apenas ensombrecidos, en la calle, en el descansillo de su casa; incluso los condes de Torniquete y Gómez de Alfaro lucían en la cabeza ora un sombrero tirolés, ora una boina del ejército. Tras innumerables padecimientos este perro ejemplar, que se sentía marginado, pues era el único con el cráneo al descubierto, logró que sus dueños comprendieran lo mucho que deseaba ataviarse con tan elegante y noble prenda. Y así, todas las mañanas, los marqueses compraban un bombín que el perro lucía elegante durante sus paseos vespertinos. De igual modo, todas las noches, en un arrebato, el can destrozaba la prenda. Esta operación se repetía a diario, excepto los domingos, puesto que la sombrerería cerraba por descanso semanal, lo que, como era de esperar, era motivo de tristeza para Hortensio.

LV
 El camión se estrelló contra el parque de bomberos. Las sirenas sonaban inmisericordes como si quisieran participar en la matanza de los viajeros. Tras el impacto las jaulas se abrieron y los animales sin contemplaciones emprendieron la huida. Los viandantes asistían a las consecuencias del accidente: cuerpos chamuscados; muertos y heridos; viajeros que huían cojeando o sangrando de un costado; seres que deambulaban desorientados por la carretera… El cerdo Braulio, que siempre había destacado por su templanza, liberado por el accidente, aunque todavía confuso por el impacto, corrió en dirección al campo sin reflexionar sobre su destino. Los ojeadores persiguieron a los fugados durante días. Cuando al fin tropezaron con Braulio, este se tendió y susurró: “Dejadme en paz. La verdad se encuentra escrita en mi tripa”. Él esperaba así resarcir al mundo y abrir una puerta a la esperanza. Sin embargo, los mercenarios no comprendían tales sutilezas, y con un cuchillo le abrieron el vientre. Aquello para el cerdo, abierto de par en par y con la verdad en plena agonía, fue motivo de tristeza.

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