En mi opinión, la poesía maneja, entre otras cosas, la imaginación, la metamorfosis del lenguaje mediante el juego, la disposición metafórica ante el objeto (como en muchas escenas del cine mudo cómico en el que el actor se enfrenta a un elemento, pongamos por ejemplo a Chaplin adoptando aires de médico en tanto desmonta un despertador, que pasa a ser el paciente, en el corto The Floorwalker —1916—), la «desautomatización» del lenguaje, la quiebra de los límites, incluso de los que dicta la gramática si es preciso, etc. Tales propiedades anidan, en especial, en las profesiones de payaso y titiritero, y quizá hoy más que nunca, en parte porque un buen número de los poetas actuales se dedica a otros menesteres y a una poesía menguada. Ramón Gómez de la Serna escribió en El Circo: «El clown es el único que trata con mimo las pequeñas cosas domésticas, y trata con cariño una silla o un bastón, y ama a sus ropas, y, sobre todo, siente un amor entrañable por su sombrero, más que nunca cuando se lo quita y lo deja en el suelo». Lo dicho, la inimitable relación del payaso con los objetos, a los que dota de alma.
La sociedad debe estimar al payaso como a un gran divo, como a una estrella, y otorgarle la misma consideración que reciben los grandes cantantes de ópera o los embajadores de las grandes potencias. El payaso debe ser cuidado, respetado, como heraldo del más alto empeño artístico, y, sobre todo, admirado. «¿Es usted payaso? No me diga más, lo tiene todo pagado» —debería escucharse en colmados, hoteles y restaurantes—. ¿No le apetece un poco más de pollo a la cazuela? No se preocupe, se lo preparo en una bandeja de plata para que se lo lleve a su casa.
Ser payaso no supone un empeño sencillo. Todavía más complejo resulta mantenerse en las trece de la comedia, como un don Tancredo, sin dejarse abatir por los sinsabores diarios. Pase lo que pase, el payaso sale a escena para que el mundo se ría. Cuando alguna circunstancia personal apura la tristeza del payaso tiene lugar el gran misterio, en ese momento él encarna la doble cara de la vida, la pena y la alegría, y en su oficio se instala lo más sutil del alma humana. Ríase usted de místicos, yoguis, gimnosofistas y de contemplativos. En el payaso triste que ríe se encarna todo lo humano (y lo divino).
Todo esto viene a cuento como homenaje a Serrucho, al que en el estreno del espectáculo Gran Hotel Maravilla tuve el honor de presentar a varios de mis amigos (algunos, tras verlo actuar, lo compararon con Buster Keaton). Serrucho tiene una vida atravesada por las risas que ha provocado con sus colegas Kiny y Jano, que, junto con otros actores y técnicos, forman la compañía Kinser. Gracias a que he colaborado, junto con mi pareja Esther, en algunos de sus montajes, he vivido de primera mano la diligencia, entusiasmo y dedicación con la que muelen cada proyecto.
No se me ocurre mejor empeño al que dedicar la existencia que al de ser payaso. Cuando un hijo admite durante una cena familiar, preferiblemente en Navidad o en Nochevieja, que desea empeñarse en tan noble profesión el descorche de botellas y los gritos de felicidad deberían escucharse hasta en Júpiter.
En cierta ocasión Lina Morgan invitó a Dalí a una de sus funciones. Tras el espectáculo este le dijo que ella debía ser extraterrestre, porque no se podía tener tanta gracia en la tierra. Dalí se lo hubiera dicho a Serrucho de haber tenido oportunidad de verlo encarnado sobre las tablas, y hasta es posible que lo hubiera pintado, junto con Kyny, en una apoteosis cósmica y nuclear, más allá del horizonte matemático. El pintor durante los años sesenta se presenta a la prensa vestido con un traje de lentejuelas de «cara blanca», con un vistoso sol a la espalda, con motivo del lanzamiento de lo que él denominó la moda otoño-verano-clown.
María del Rosario Charro García en su tesis doctoral Dalí a escena: obra dedicada a la escenografía, diseño de vestuario, y acciones perfomativas (octubre, 2015) escribe respecto al artista:
… vemos que el artista se siente totalmente protegido tras una máscara, como el clown que se pone una nariz, o como el que se pone unas gafas de sol para pasar desapercibido y ver, sin ser del todo visto. Siempre que aparezca un elemento que haga las veces de accesorio o complemento modificando su aspecto y distinga su rostro como por ejemplo un sombrero, unas gafas, las pelucas que tanto le gustan, o un diferente bigote, ayuda a cambiar sus rasgos fisonómicos trastocando su identidad; lo que ayuda a incrementar el icono teatral al que me refiero y que se convierte en una constante para él. Por las respuestas que Dalí proporciona a este respecto, observamos que necesita de estos cambios para jugar consigo mismo y con el transcurso del tiempo, que llegará a ser hasta un grave problema en muchas ocasiones.
Serrucho en escena se desdobla de tal manera que parece uno y trino.
Serrucho en su papel pone la mejor cara de tonto del mundo, es decir, la que parece ser sin serlo, una doble característica que el público percibe y que hace que lo acompañe en sus travesuras.
Serrucho en el momento culminante del número se eleva tres metros por encima del suelo y sus zapatos gigantes planean por el patio de butacas.
Kiny deja marcado el terreno para que Serrucho se lance como un paracaidista con nariz roja.
Kiny en escena se mueve como un prestidigitador. Cuando el espectador cree que no va a hacer nada, este extrae la tensión del número y la gente se desparrama de tanto reírse.
Kiny en escena tiene algo de cazador de safari, se mueve sigiloso, aparte las ramas, busca a la presa (que es la risa del público) y cuando nadie se lo espera…
No me explico cómo han podido trabajar durante treinta años Serrucho y Kiny sin un enfermero que asista los ataques de risa del público.
Jano es el que parece no decir nada porque todo está ya dicho. Toma el camino del nihilista dichoso, que no quiere que la nada lo consuma, sino reducirla y recrearla (como los alquimistas transmutaban lo vil en oro).
Chaplin creía que la pantomima era el mayor género escénico. Y eso sin haber visto a Jano…
Maravilloso. Salud y mucho circo.
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