Motivos de tristeza, (XVII)
Motivos de tristeza
LXXXI
El estudiante le profesaba tanto amor a la vaca
congelada que todas las noches, cual si se tratara de un niño con su peluche,
dormía abrazado al mostrenco animal. Puesto que el lecho no resistía el peso de
ambos fue necesario reforzar el jergón. Mientras el tiempo pasaba montado en el
último vagón de un trenecito de juguete implacable, el enamorado apenas sabía
de las prácticas de la vida. Ya fuera por negligencia, o por un descuido, el
caso es que el animal se fue descongelando hasta alcanzar la categoría de masa
putrefacta. El enamorado, desconsolado, por las noches afeitaba al animal y lo
bañaba en perfumes y ungüentos que incrementaban el hedor. Al final, los amigos
y familiares del muchacho decidieron que era el momento de librarse del
cadáver. Mientras el enamorado se encontraba en uno de sus matutinos paseos,
los legisladores desollaron, descuartizaron y redujeron a la nada los restos de
la beneficiaria del amor. Durante años por la ciudad se oyeron los lamentos,
quejidos y quebrantos del estudiante. Por supuesto, cuando él volvió a
enamorarse, ya al final de su vida, decidió congelarse siguiendo el modelo de
su pasión más arrebatadora. En cambio, para el que entonces era su astado amante,
la radical decisión fue motivo de tristeza.
LXXXII
Los estudiantes decidieron amaestrar al profesor. Los
primeros días le colocaron tachuelas en la silla y le obligaron a proferir
baladros desde el altiplano de una mesa. Con el paso del tiempo las hostilidades
se incrementaron. Los adolescentes engalanaron al maestro con unas bridas y le
permitieron recorrer cientos y cientos de kilómetros por las autopistas del
país, en especial, los domingos y fiestas de guardar. Pero una tarde de abril
los muchachos leyeron, por casualidad o por descuido, un libro de filosofía, y
decidieron reformarse. Desde ese día los estudiantes se mostraron educados y
respetuosos con su profesor. Por el contrario, el educador, cuando se cercioró
de la debilidad de sus alumnos, de inmediato se vistió de gris castidad,
comenzó a azotarles con una fusta y les obligó a cabalgar, con un cilicio en
ambos muslos, de noche y de día. Durante el atardecer los recuerdos leves
de sus antiguas fechorías eran para los alumnos, ahora obedientes y pasteurizados,
motivo de tristeza.
LXXXIII
Los dientes de Augustus Céntimos poseían una
fortaleza superior a la acostumbrada, es más, posiblemente la dureza de su
dentición fuera la mayor de todos los tiempos. Puesto que sus encantos y
virtudes se reducían a este insignificante detalle Céntimos procuraba demostrar
su capacidad a la mínima ocasión. Por ejemplo: Ante cualquier chiste respondía
Augustus con una amplia sonrisa que dejaba al aire todos sus dientes como si
fueran pequeños soldados pálidos en formación. Cuando se sentía enamorado y
pretendía conmover a una joven ataba el extremo de una cuerda al parachoques de
un camión, mientras sujeta el otro lado con sus hercúleos molares, y así, a
fuerza de tirones dentales, arrastraba el vehículo. Céntimos pronto alcanzó
popularidad gracias a la prensa y los programas de televisión. Su interés por
la superación le llevó a intentar estrategias, fenómenos y ocurrencias cada vez
más arriesgadas. Así con sus dientes arrastró un boeing 777, enderezó la torre
de Pisa y redujo a escombros la Torre Eiffel, para luego reconstruirla a
dentelladas. Pero cada triunfo se convertía para Augustus en una sorda derrota.
La insatisfacción le supuraba desde el hígado hasta el corazón, mientras en su
cabeza se enraizaba el árbol podrido del odio. Una noche de San Juan Augustus,
llevado por una desaforada locura, comenzó a morder todo cuanto le rodeaba.
Destruyó los bordillos de las aceras, los automóviles aparcados, los carritos
de los niños... Luego pasó a comportarse como un lobo sanguinario. Por las
noches acechaba a la luz de sus afilados dientes y caía sobre transeúntes a los
que devoraba sin compasión. "¡Fijaos, fijaos qué dientes! ¡Qué hermosura!
¡Serían capaces de acabar con cualquier cosa!”, gritaba a pleno pulmón desde los
tejados. Y, en efecto, la celebración de la ceremonia en que se
autodevoró fue para todos motivo de tristeza.
LXXXIV
Desde
niña doña Flora y Fauna ensayó con tenacidad los que serían sus últimos
instantes de vida. Muchos fueron los esfuerzos, los fracasos y las decepciones
durante los años dedicados al entrenamiento de esta disciplina fúnebre. Pero,
como todo llega en esta vida, incluso el acabamiento de la misma, un domingo de
ramos la anciana doña Flora se sintió indispuesta. Sin dilación llamó por teléfono
a vecinos y familiares para que asistieran al fruto de sus largos años de
adiestramiento. Por desgracia, un atasco en la vía principal de la ciudad,
formado por un coche fúnebre que se había estrellado contra la luna de una
comisaría de policía, impidió que nadie llegara a tiempo para el espectáculo.
Así que doña Flora y Fauna murió muy bien, pero sola. No obstante, la defunción
de la mujer para todos los ausentes fue motivo de tristeza.
LXXXV
El cazador, de camino a su casa, tropezó con un
bulto oscuro. Se trataba de un cuervo herido, medio muerto, al que recogió,
curó y protegió en el interior de una jaula. Los niños del pueblo visitaban con
frecuencia la cabaña del solitario cazador. Él, junto a una ventana abierta de
par en par, depositaba pan recién horneado. El cazador simulaba no percatarse
de los pellizcos de pan que los infantes hurtaban a través de la ventana, entre
sonrisas nerviosas y con bastante torpeza. El cuervo, quizá como muestra de
agradecimiento a su benefactor, adoptó la costumbre de alertar con sus
graznidos de la presencia de los niños. Los pequeños robadores, intimidados por
el parloteo del cuervo, realizaban varios intentos de sustracción antes de
culminar su misión. Aquel día la operación la dirigió el niño más torpe del pueblo,
por tanto, el cuervo destrozaba el aire sin misericordia con sus gritos ante
cada intento fallido de apropiarse de unas migajas de pan. Hasta que el
cazador, hombre irascible, acalló el pico del animal con dos disparos de postas
convenientemente dirigidos. La muerte del cuervo, que representaba en aquel
paraíso al ángel iracundo con la espada en llamas, para los niños fue, a pesar
de todo, motivo de tristeza.
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