Raúl Herrero: Antología VII Prisma de antimateria (El conde)
Antología poética -en línea- de Raúl Herrero, VII
XII
El agua del río corre bajo el cauce. El mar desemboca en la
boca de una jauría de sombrillas y almidón. No quedan calles de un albo
intenso, deslumbrante; ingles con pantalones cortos beben el agua de las
sombras y el antropófago de mimbre cubre sus sesos cortados con el velo de sus
párpados. La arena calibra el peso de la muchacha con ojos llenos de aire azul
y mar de corcho; la arena aletea en el pensamiento de mujer aurificada por el
sol transformado en hombre de oro tendido sobre la espalda de su cama.
Sabes que las raíces de los olivos ingieren la sangre que
respira la tierra; los cuervos volubles vuelven a llorar sus alas por puro
placer; la arena de un sueño mide el tiempo en ánfora de clepsidra que llora
con el vientre repleto de caimanes; Federico dentro de sandía siente el crujido
de los brotes de lava.
Las cortinas de la noche tiemblan sobre pechos inocentes; el
final se acerca con una cruz de verdad hechizada. Los nudillos del hombre con
piel de serpiente se deshacen contra la pared de sudor; los colmillos cubiertos
por abetos.
Dentro de la casa respira el cadáver, el balcón cierra sus
brazos e impide el paso a los herederos del disparo. Miro la mesa donde se
consumía la ceniza, la espera se hermana con la asfixia. Me encierro con el
lamento del aljibe que expulsa piedras de sed.
Se graban lápidas en fondo del mar; atlantes con pulgas en
el cuello esperan tras altar, el momento de raptar a la niña con muslos de
ciego.
El viejo vendedor de naranjas no escapa en el instante
preciso, y por ello el abismo derrumba su vida despedazada por el graznido del
disparo. En los puertos de la extinción las mangostas se arrastran con espadas
en la boca. La muchacha cubierta por arena crujiente del cielo y su
putrefacción, ahuyenta a frutas y trenzadores de muerte. Las gaviotas en la
costa de carne visten con caperuza negra; el contemplador del mar se fosiliza
sentado sobre su hamaca. Vuelve la arena al aire, el aire al incienso, lo sacro
al sexo de candiles recónditos.
En la costa una mano encierra sonidos rítmicos. La inválida
en estasis juguetea con sus pies y las olas, pronto caerán sobre ella martillos
y sus sesos dibujarán jeroglíficos y aristas en el lecho vacío de la playa.
La carne dentro de la mujer se levanta agotada por ojos
friccionadores, en sus palabras se desvisten cadenas blancas con cabellos de
brisa apolillada. En jardín de mil barcos crece Federico, los niños imitan a
las pirámides y los grillos cavan en el camino.
XIV
Andrea, tras la noche de bodas, empezó a sentir una molestia
ardiente en el vientre; primero apagados pinchazos ocasionales, luego un
endurecimiento de la carne en la zona afectada, seguida por una hinchazón
inexplicable. Su marido restaba importancia al asunto: “Te habrás tragado
accidentalmente una máquina de coser, o simplemente, te habrá obrado el suero
del matrimonio”. Cuando una mañana Andrea se levantó arrojando rosas negras por
su boca el esposo comenzó a preocuparse, pero el detonante que hizo que
suplicara a su esposa que se pusiera en manos de la ciencia, tuvo lugar el día
en que durante el coito se precipitaron fuera del útero seres de unos 10 cm. de
estatura, sonrosados, barbudos y que cantaban canciones populares de taberna.
El médico pasó tres meses reconociendo a Andrea dos horas
diarias de lunes a viernes y, a pesar de todo, no encontró ninguna explicación
a lo ocurrido, ni siquiera al aspecto inquietante del vientre. Como no se
habían vuelto a producir síntomas tan insólitos como los pasados, el doctor
recomendó a la pareja olvidar lo sucedido y volver a la rutina diaria. Así fue,
Andrea pasaba las mañanas, las tardes y las noches recogiendo caracoles, y su
marido emborrachándose en el puerto. Todo parecía superado cuando una noche,
después de cenar, en tanto su marido le acariciaba los pechos, estos sonaron
como saxofones soplados a pleno pulmón. Los rutilantes quejidos asustaron tanto
al consorte que huyó de casa y no regresó en quince días; cuando lo hizo
conducía un camión de gran tonelaje y había cambiado su nombre, del cual nadie
tenía noticia, por el de Ricardo.
Los vecinos pasaban las tardes muertas elaborando conjeturas
sobre el impropio comportamiento de la joven pareja. Algunos decían que ella le
era infiel, otros que él tenía problemas con el alcohol, otros aseguraban que
todo se solucionaría cuando ambos concibieran un hijo, curiosamente todas las
viudas coincidían en el análisis de aquella crisis: a él le gustaban los
hombres y, probablemente, también los caballos de carreras. ¡Tran, tran, tran!
Con el tiempo se agravó la situación. Andrea no salía de
casa porque los perros del entorno la cercaban y no tardaban en sumergirla en
un mar de hocicos. Tanto era así que en más de una ocasión tuvo que ser
rescatada por algún transeúnte. Por otra parte si ella se acercaba a cualquier
aparato eléctrico, ya fuera un enchufe, una lavadora, o un frigorífico, este
comenzaba inexplicablemente a entonar “La Marsellesa” traducida a un latín
culto y perfecto. Ricardo no solía acercarse a ella y a su regreso del trabajo
se encerraba en el sótano de la casa donde pasaba la mayor parte del día.
Sorprendentemente, tras nueve meses de insulsa vida, Andrea dio a luz un niño,
una rana y un percebe. Tras aquella traumática experiencia cesaron los sórdidos
sucesos. Al niño le compraron una gorra de plato, la rana se fugó de casa en
cuanto adquirió la capacidad de
raciocinio de la que carecían sus padres, y el percebe murió al paso de algunos
años ahogado en un mar de dudas por una mangosta asesina. Por su parte, Andrea
asesinó a Ricardo una dulce tarde de agosto tras sorprenderle con “Jacinto”, un
intrépido caballo de carreras, en actitud un tanto sospechosa.
XV
La muchacha del té remueve el azúcar en la taza con agua
fusionada con esencia de infusión. Una pequeña embarcación gira en el centro
del maremoto; el Sombrerero arranca las hojas del almanaque situado en la espalda
de la tetera. La muchacha entreabre sus labios y síntomas de devastación se
tornan ingrávidos, se disipan como vapor de líquido hirviente. La cucharilla
gira en el corazón del huracán, la cucharilla refleja manos distorsionadas que
permanecen inmóviles a su alrededor. En el silencio del té respira el aliento
de la muchacha, cierra los ojos durante unos segundos como si cumpliera el
ritual que nos llevará a la noche, que nos transportará al vértigo de miras
giratorias entre la muchedumbre.
Unos dedos como hilos de agua levantan la taza, que rompe
las barreras invisibles del aire para acercarse a unos labios de estepa rojiza
donde no brota vegetación, porque la fertilidad está empapada en los ríos
subterráneos de sangre. A unos metros de la hoja del té un bardo con rostro de
dios y manos de Biblia recita poemas de amor cortés. En un rincón del salón de
té Rimbaud tirita de frío con una manta sobre los hombros. Algunos burgueses
maduros le lanzan monedas como dardos envenenados con demolición.
Sus labios se sumergen en el voluptuoso fluido que contiene
la taza; las luces palidecen en una sonata para azur profundo, en la yema de
sus pupilas se dibuja el fragor vegetal de tierras escocesas colgadas de un
imperdible. Algunos espectadores espectrales rozan los hombros de la muchacha
del té cuando deciden encaminarse fuera del local, una llama los fulmina, se
convierten en cenizas entre gritos de pánico que nadie parece escuchar.
El té se desliza por su garganta, forma un lago de colores
ahumados en su estómago. Ella me observa mientras deja el plato en la taza,
percibo un silbido agudo cuando con maquinaria imperceptible recibo su
transfusión de sangre y oxígeno. Ya han abandonado el lugar casi todos los
clientes, asustados por los enormes pedazos de carne que se desprenden de mi
cuerpo. Intuyo que es tarde, miro mi reloj, pero en el lugar de las manecillas
y los números se ha incrustado un ovalado espejo que únicamente muestra el
rostro de la muchacha del té. No sus cartas para aseverar que ha terminado el
temporal de la devastación.
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