Raúl Herrero: Antología VII Prisma de antimateria (El conde)




Antología poética -en línea- de Raúl Herrero, VII




El libro
Los puntos cardinales
(1996) se dividía en cuatro partes, cada una de ellas vinculada con una de las cuatro direcciones. En el norte el título Reflejo de disparo azul, en el sur una versión corregida de mi primer poemario Los puntos cardinales y en el este un libro de poemas en prosa titulado Prisma de antimateria (El conde). Es este uno de los menos malos, si es que existe algo mejor que el resto, de los firmados por un servidor, junto con el último de los poemarios incluidos en el volumen y relacionado con el oeste. De los textos he seleccionado unos fragmentos para esta antología en línea. El subtítulo El conde venía al caso como homenaje poco velado al Conde de Lautréamont, así como a su libro capital Los cantos de Maldoror, al tiempo que a un corto con este título firmado por Charles Chaplin en 1916.




XII


El agua del río corre bajo el cauce. El mar desemboca en la boca de una jauría de sombrillas y almidón. No quedan calles de un albo intenso, deslumbrante; ingles con pantalones cortos beben el agua de las sombras y el antropófago de mimbre cubre sus sesos cortados con el velo de sus párpados. La arena calibra el peso de la muchacha con ojos llenos de aire azul y mar de corcho; la arena aletea en el pensamiento de mujer aurificada por el sol transformado en hombre de oro tendido sobre la espalda de su cama.
Sabes que las raíces de los olivos ingieren la sangre que respira la tierra; los cuervos volubles vuelven a llorar sus alas por puro placer; la arena de un sueño mide el tiempo en ánfora de clepsidra que llora con el vientre repleto de caimanes; Federico dentro de sandía siente el crujido de los brotes de lava.
Las cortinas de la noche tiemblan sobre pechos inocentes; el final se acerca con una cruz de verdad hechizada. Los nudillos del hombre con piel de serpiente se deshacen contra la pared de sudor; los colmillos cubiertos por abetos.
Dentro de la casa respira el cadáver, el balcón cierra sus brazos e impide el paso a los herederos del disparo. Miro la mesa donde se consumía la ceniza, la espera se hermana con la asfixia. Me encierro con el lamento del aljibe que expulsa piedras de sed.
Se graban lápidas en fondo del mar; atlantes con pulgas en el cuello esperan tras altar, el momento de raptar a la niña con muslos de ciego.
El viejo vendedor de naranjas no escapa en el instante preciso, y por ello el abismo derrumba su vida despedazada por el graznido del disparo. En los puertos de la extinción las mangostas se arrastran con espadas en la boca. La muchacha cubierta por arena crujiente del cielo y su putrefacción, ahuyenta a frutas y trenzadores de muerte. Las gaviotas en la costa de carne visten con caperuza negra; el contemplador del mar se fosiliza sentado sobre su hamaca. Vuelve la arena al aire, el aire al incienso, lo sacro al sexo de candiles recónditos.
En la costa una mano encierra sonidos rítmicos. La inválida en estasis juguetea con sus pies y las olas, pronto caerán sobre ella martillos y sus sesos dibujarán jeroglíficos y aristas en el lecho vacío de la playa.
La carne dentro de la mujer se levanta agotada por ojos friccionadores, en sus palabras se desvisten cadenas blancas con cabellos de brisa apolillada. En jardín de mil barcos crece Federico, los niños imitan a las pirámides y los grillos cavan en el camino.

XIV

Andrea, tras la noche de bodas, empezó a sentir una molestia ardiente en el vientre; primero apagados pinchazos ocasionales, luego un endurecimiento de la carne en la zona afectada, seguida por una hinchazón inexplicable. Su marido restaba importancia al asunto: “Te habrás tragado accidentalmente una máquina de coser, o simplemente, te habrá obrado el suero del matrimonio”. Cuando una mañana Andrea se levantó arrojando rosas negras por su boca el esposo comenzó a preocuparse, pero el detonante que hizo que suplicara a su esposa que se pusiera en manos de la ciencia, tuvo lugar el día en que durante el coito se precipitaron fuera del útero seres de unos 10 cm. de estatura, sonrosados, barbudos y que cantaban canciones populares de taberna.
El médico pasó tres meses reconociendo a Andrea dos horas diarias de lunes a viernes y, a pesar de todo, no encontró ninguna explicación a lo ocurrido, ni siquiera al aspecto inquietante del vientre. Como no se habían vuelto a producir síntomas tan insólitos como los pasados, el doctor recomendó a la pareja olvidar lo sucedido y volver a la rutina diaria. Así fue, Andrea pasaba las mañanas, las tardes y las noches recogiendo caracoles, y su marido emborrachándose en el puerto. Todo parecía superado cuando una noche, después de cenar, en tanto su marido le acariciaba los pechos, estos sonaron como saxofones soplados a pleno pulmón. Los rutilantes quejidos asustaron tanto al consorte que huyó de casa y no regresó en quince días; cuando lo hizo conducía un camión de gran tonelaje y había cambiado su nombre, del cual nadie tenía noticia, por el de Ricardo.
Los vecinos pasaban las tardes muertas elaborando conjeturas sobre el impropio comportamiento de la joven pareja. Algunos decían que ella le era infiel, otros que él tenía problemas con el alcohol, otros aseguraban que todo se solucionaría cuando ambos concibieran un hijo, curiosamente todas las viudas coincidían en el análisis de aquella crisis: a él le gustaban los hombres y, probablemente, también los caballos de carreras. ¡Tran, tran, tran!
Con el tiempo se agravó la situación. Andrea no salía de casa porque los perros del entorno la cercaban y no tardaban en sumergirla en un mar de hocicos. Tanto era así que en más de una ocasión tuvo que ser rescatada por algún transeúnte. Por otra parte si ella se acercaba a cualquier aparato eléctrico, ya fuera un enchufe, una lavadora, o un frigorífico, este comenzaba inexplicablemente a entonar “La Marsellesa” traducida a un latín culto y perfecto. Ricardo no solía acercarse a ella y a su regreso del trabajo se encerraba en el sótano de la casa donde pasaba la mayor parte del día. Sorprendentemente, tras nueve meses de insulsa vida, Andrea dio a luz un niño, una rana y un percebe. Tras aquella traumática experiencia cesaron los sórdidos sucesos. Al niño le compraron una gorra de plato, la rana se fugó de casa en cuanto adquirió  la capacidad de raciocinio de la que carecían sus padres, y el percebe murió al paso de algunos años ahogado en un mar de dudas por una mangosta asesina. Por su parte, Andrea asesinó a Ricardo una dulce tarde de agosto tras sorprenderle con “Jacinto”, un intrépido caballo de carreras, en actitud un tanto sospechosa.


XV

La muchacha del té remueve el azúcar en la taza con agua fusionada con esencia de infusión. Una pequeña embarcación gira en el centro del maremoto; el Sombrerero arranca las hojas del almanaque situado en la espalda de la tetera. La muchacha entreabre sus labios y síntomas de devastación se tornan ingrávidos, se disipan como vapor de líquido hirviente. La cucharilla gira en el corazón del huracán, la cucharilla refleja manos distorsionadas que permanecen inmóviles a su alrededor. En el silencio del té respira el aliento de la muchacha, cierra los ojos durante unos segundos como si cumpliera el ritual que nos llevará a la noche, que nos transportará al vértigo de miras giratorias entre la muchedumbre.
Unos dedos como hilos de agua levantan la taza, que rompe las barreras invisibles del aire para acercarse a unos labios de estepa rojiza donde no brota vegetación, porque la fertilidad está empapada en los ríos subterráneos de sangre. A unos metros de la hoja del té un bardo con rostro de dios y manos de Biblia recita poemas de amor cortés. En un rincón del salón de té Rimbaud tirita de frío con una manta sobre los hombros. Algunos burgueses maduros le lanzan monedas como dardos envenenados con demolición.
Sus labios se sumergen en el voluptuoso fluido que contiene la taza; las luces palidecen en una sonata para azur profundo, en la yema de sus pupilas se dibuja el fragor vegetal de tierras escocesas colgadas de un imperdible. Algunos espectadores espectrales rozan los hombros de la muchacha del té cuando deciden encaminarse fuera del local, una llama los fulmina, se convierten en cenizas entre gritos de pánico que nadie parece escuchar.
El té se desliza por su garganta, forma un lago de colores ahumados en su estómago. Ella me observa mientras deja el plato en la taza, percibo un silbido agudo cuando con maquinaria imperceptible recibo su transfusión de sangre y oxígeno. Ya han abandonado el lugar casi todos los clientes, asustados por los enormes pedazos de carne que se desprenden de mi cuerpo. Intuyo que es tarde, miro mi reloj, pero en el lugar de las manecillas y los números se ha incrustado un ovalado espejo que únicamente muestra el rostro de la muchacha del té. No sus cartas para aseverar que ha terminado el temporal de la devastación.

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