Raúl Herrero y el herrerismo, por José Luis Melero





[El escritor y bibliófilo José Luis Melero pronunció estas palabras en la entrega del Premio a la trayectoria profesional en el sector del libro a Raúl Herrero el 29 de noviembre de 2023. Posteriormente, fueron publicadas en el suplemento «Artes y Letras», dirigido por Antón Castro, de Heraldo de Aragón, el sábado 9 de diciembre del mismo año].


Me declaro herrerista.

No tanto de Fernando de Herrera, a quien editó José Manuel Blecua unas rimas inéditas que se imprimieron en Zaragoza en 1948, y a quien el marqués de Jerez de los Caballeros —aquel cuya biblioteca se conserva en la Hispanic Society of America de Nueva York porque se la compró Mr. Archer Huntington— le reimprimió en 1893 su librito sobre Tomás Moro de 1592 en una edición de 100 ejemplares, uno de los cuales, el que perteneció al gran bibliófilo Isidoro Fernández, está en mi casa en el cofre que cobija las mejores joyas.

No tanto de Helenio Herrera, aquel que jugaba mejor con diez que con once y que publicó sus memorias en 1962 con el increíble título de YO, prologadas —y se asegura que escritas- por Martín Girard, seudónimo de su hijastro, el escritor y cineasta Gonzalo Suárez, pues Helenio Herrera estaba casado con la madre de éste. Herrera, por aquel entonces entrenador del Inter de Milán, enviaba a Gonzalo Suárez a hacer informes de los futuros rivales del equipo italiano.

Soy decididamente herrerista.

No tanto de Agustín Herrera Cerdá, biógrafo en 1911 de don Domingo Olleta y Mombiela, Maestro de Capilla de La Seo de Zaragoza y autor en 1908 de un libro sobre el centenario de los Sitios de Zaragoza impreso por Casañal.

No tanto de Manuel Herrera y Gés, que en las Publicaciones de la Junta Organizadora del Centenario de Goya, en 1928, dio a conocer su Vulgarización de la obra de Goya como pintor, que luego reeditaría el Gobierno de Aragón en 1996.

No tanto de José Herrera Petere, uno de los grandes escritores de la República y el exilio, por cuyo libro Acero de Madrid, publicado por la Editorial Nuestro Pueblo en plena guerra civil (1938), pagué una cantidad estratosférica; ni de Julio Herrera y Reissig, el gran poeta modernista uruguayo editado por la editorial América en Madrid, en 1920, y luego por Losada en Buenos Aires; ni de José de Herrera y Ruiz, el médico que escribió sobre la bondad de las aguas del balneario de Panticosa a mitad del siglo XIX.

Me confieso herrerista, insisto.

No tanto de Herrerín, pues casi seguro que hubiera preferido antes que a él al inclusero Florentino Ballesteros, aunque los dos toreros aragoneses merecen respeto porque a los dos los mató un toro en la plaza.

No tanto de Ander Herrera, que prefirió el Athletic a volver al Zaragoza.

Herrerista, sí, pero no tanto de Bernabé Herrero, aquel poeta orillado, como lo llamó Andrés Trapiello, soriano, amigo de Gerardo Diego y tío abuelo del letrado de las Cortes de Aragón Pepe Tudela; ni de Melchora Herrero y Ayora, que nació en Nogueruelas, en el mas de sus abuelos, y que publicó unos Cantares para jota en 1921.

Y desde luego no tanto de Miguel Herrero de Miñón, aunque publicó unas interesantes Memorias de estío; ni del cardenal —y periodista— Ángel Herrera Oria, que dirigió el periódico El Debate durante más de veinte años.

Soy herrerista ante todo porque soy fiel admirador de Raúl Herrero, escritor inclasificable, amante del dadaísmo y de otros ismos, autor de libros sorprendentes, radicales en sus apuestas estéticas, como Así se cuece a un hombre, El éxtasis, sus libros del Ciclo del 9 como el Libro de canciones de Ángela, o Cervantes de perfil o la venta de los milagros, entre otros muchos, y editor personalísimo, arriesgado y audaz que ha sabido mantener una editorial literaria, «Libros del innombrable», al margen de modas y desafíos comerciales durante 25 años en los que sólo el hecho de no arruinarse ya es una hazaña mayúscula.

Es el editor de Fernando Arrabal y el editor de los patafísicos, y ahí está su edición de Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico de Alfred Jarry, la obra clásica de esta corriente filosófico-artística que cautivó a Duchamp o a Dalí. Pero también es el editor de los postistas (él mismo preparó una Antología de poesía postista y editó a Chicharro), entre ellos especialísimamente de Antonio Fernández Molina, a quien considera su maestro y a quien tanto respetamos los que conocimos su actitud de artista radical; y el editor de Silverio Lanza, «el raro de Getafe», de Jerónimo López Mozo, del gran Agustín Espinosa, de Pedro Garfias, Edgar Neville, Francisco Nieva, Cirlot, Giménez Caballero, Leyva, Alfonso López Gradolí, Josep Soler, Clara Janés, Federico González o Antonio Beneyto. Su colección Biblioteca Golpe de Dados, en homenaje al poema «Un golpe de dados jamás abolirá el azar», de Stéphane Mallarmé, tiene una nómina de autores verdaderamente excepcional. Y hasta conmovedora.

También ha publicado a Shakespeare, Hölderlin, Goethe, Apollinaire, Rubén Darío (editó Los raros), Giordano Bruno, Baudelaire… Y nunca, y esto es muy importante, ha dado la espalda a Aragón, pues ha editado a aragoneses como Paco Úriz, Alejandro Ratia, Mariano Esquillor, Andrés Ortiz Osés, José María Valtueña, José Antonio Conde, María Pilar Martínez Barca y unos cuantos más. 

«Mi modelo de editor es el opuesto al que vincula la lectura con una forma de ocio o de simple distracción», le declaró en una entrevista a Antón Castro. Y eso lo define muy bien. Raúl Herrero nunca baja el listón de lo que él entiende por gran literatura, aunque a consecuencia de ello pierda por el camino a la legión de lectores menos exigentes.

Su editorial es un lujo para esta tierra y este justísimo Premio a la Trayectoria Profesional en el sector del libro que se le ha concedido no podía estar mejor otorgado, aunque mal esté que yo lo diga pues formaba parte del jurado. Pero hay evidencias incuestionables. Enhorabuena, Herrero, y por muchos años.

José Luis Melero

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