Andrés Ortiz-Osés, recuerdos desde la niebla
De izquierda a derecha: Javier Barreiro, Andrés Ortiz-Osés y Raúl Herrero, en mayo de 2014. |
Hace un par de semanas se «ocultaba» hacia el Oriente eterno el filósofo, hermeneuta, poeta y amigo Andrés Ortiz-Osés. La noticia, por esperada, no resultó menos punzante. En la niebla evoco su recuerdo.
Mantengo en memoria viva el instante de 1998 en que Alejandro J. Ratia, artífice de la revista Almunia, dirigida por Antonio Fernández Molina, mostró al equipo de la publicación unos aforismos de Andrés Ortiz-Osés que, posteriormente, se dieron a la prensa en dos entregas (en los números 1 y 2). A los textos los acompañaban unas fotografías del autor delante del Museo Guggenheim de Bilbao, entonces de reciente creación. Es muy posible que fuera Javier Barreiro, amigo común, que también colaboró en la revista y que presentó algunos de los libros de Andrés en Zaragoza, el suministrador del material. Alejandro J. Ratia, que es hombre racional y mesurado, pero también entusiasta, supo inocularme el germen de lo que se me terminaría revelando con el nombre de hermenéutica simbólica, de la que Andrés Ortiz-Osés es fundador (o hacedor o poeta-creador, ya que dicha propuesta está próxima a la relación simbólica que la poesía establece con la realidad «aparente»). De hecho, en sus escritos Ortiz-Osés invita a la metamorfosis de las palabras más como poeta que como cualquier otra cosa. En Almunia recuerdo que3 leí aforismos como los siguientes: «La filosofía no suele coincidir con los filósofos», «Rodeado de burros: aburrado /aburrido», «Implicar es atar cabos» o «El hombre como otredad de Dios: Dios enajenado o fuera de sí».
Ya entrados los años 2000 mi pasión por Historia de las creencias y de las ideas religiosas, de Mircea Eliade, me llevó a interesarme por el Círculo Eranos. Allí estaba de nuevo Andrés Ortiz-Osés, como el único español que participó en esos encuentros. Leí, entonces, con fruición las publicaciones sobre Eranos que despuntaban en la colección que Andrés dirigía en Anthropos y, posteriormente, también el volumen Hermenéutica de Eranos (Anthropos, 2012).
En torno al año 2007 o 2008, recibí un misterioso correo electrónico de un intermediario (que no recuerdo) que me ofrecía un volumen titulado Meditación del existir, firmado por Andrés Ortiz-Osés. Como se trataba de una obra con partes heterogéneas, manifesté mi deseo de aligerar un poco los rasgos locales de la proposición, que, seguramente, alguien sugirió por tratarse de una editorial con sede en Zaragoza (que lo mismo podría estar en Alejandría, en especial en el mundo en el que hoy vivimos). Mis comentarios me condujeron directamente a una respuesta del autor por correo electrónico, ya sin intermediarios. Andrés parecía coincidir con el sentido de mis apreciaciones. Sin más complicaciones la edición llegó a buen puerto. En Libros del Innombrable se publicarían tres títulos más del filósofo. Los interesados en este aspecto pueden consultar el siguiente enlace: https://librosdelinnombrable.blogspot.com/2021/06/en-memoria-de-andres-ortiz-oses-querido.html
Una vez jubilado de la Universidad de Deusto, por una concatenación de sucesos poco edificantes de los que el interesado me dio noticia en su momento, Andrés Ortiz-Osés se instaló en Zaragoza, en el Antiguo Seminario de San Carlos. A partir de ese momento, con motivo de la preparación de libros y otros proyectos, tuvimos la ocasión de compartir horas de conversación. Nuestro último encuentro fue en el año 2019, en diciembre, al que también asistió Jaime D. Parra, que pasaba por Zaragoza para presentar su libro Poéticas del Caos.
En nuestros coloquios casi nunca se trataba el asunto por el que nos habíamos citado. Los engorrosos temas comerciales o meramente logísticos de las publicaciones, o del tema a considerar, pronto desaparecían entre capas de Pseudo Dionisio Areopagita, el maestro Eckhart, Heidegger, la dualidad, los opuestos complementarios, la fratría y la certeza respecto a que San Jorge no debía matar o combatir al dragón sino «coimplicarlo», dirimirlo. Desde nuestro primer encuentro tuve la impresión de retomar un coloquio perdido en algún recodo del tiempo. Esa sensación se acrecentó el día en que hablamos sobre Innsbruck, donde Andrés se doctoró en filosofía hermenéutica. Ambos tuvimos las mismas sensaciones en esa ciudad, si bien con años de distancia y, en mi caso, tan solo durante las veinticuatro horas de mi visita en el año 1993.
Mientras la conversación se arremolinaba Andrés sonreía, se carcajeaba, mostraba un semblante serio, sus ojos se volvían hacia el interior y profundizaba en terrenos filosóficos a los que yo asistía como un iniciado frente al maestro orante. Lo situaba en esos momentos de trance entre Sócrates y don Quijote (un loco cuerdo, o sea, un iluminado, todo lo contrario de un demente, palabra más propia para referirse al fanático).
Cuando Fernando Arrabal cumplió 80 años le dispusimos en la editorial un libro-homenaje con colaboraciones de distintos literatos y artistas. Andrés Ortiz-Osés de inmediato quiso participar, ya que Arrabal le fascinaba, según él me dijo varias veces, por el aspecto Pánico y «surrealizante». Para la publicación Andrés seleccionó una buena cantidad de sus aforismos y una carta que el filósofo le dirigía al dramaturgo.
Ortiz-Osés también se embarcó en un proyecto audiovisual, todavía inacabado por desgracia, para el que le entrevisté durante casi hora y media. A la grabación, además del equipo, acudió mi hijo, entonces con dos años de edad, puesto que me resultaba imposible encontrarle acomodo en otro lugar. Cuando Andrés supo que la criatura se llamaba Hermes abrió los ojos de manera desaforada, lo denominó el «mediador» y me pidió que estuviera presente durante la grabación. Al final no fue viable. El niño se impacientaba y provocaba murmullos que se colaban en la filmación. Al fin relegamos a Hermes, junto con su madre Esther, por motivos alimentarios de lactante, a la habitación de al lado. El filósofo estaba entusiasmado con la cercanía de Hermes durante el encuentro. A partir de ese día siempre me preguntó por el niño.
En una visita lo encontré un poco contrariado. Por lo visto lo habían embarcado en la presentación de un poemario. Durante el acto el resto de participantes insistía en declarar la «muerte de la poesía», algo que a él la parecía del todo ridículo, en especial considerando que en ese acto se atestiguaba, precisamente, la existencia de un nuevo volumen de poemas. A los dos nos parecía que declarar tal cosa viene a ser algo falto de sentido, sobre todo si se conoce mínimamente lo que viene a ser la poesía, más allá del género literario. Poesía como verbo creador, como factótum. Es como afirmar que el cielo nos caerá sobre la cabeza, si bien reconozco que supone una argucia más o menos hábil para endosar al respetable lector un nuevo tomo de poemas. Supongo que la muerte de la poesía viene pareja a la crisis y decadencia que se le atribuye al teatro desde que Esquilo se escandalizara con las «revoluciones» de Sófocles (en torno al siglo V a. C.). En el momento en que escribo estas líneas lo más puntero en mendacidades lo encuentro en las pláticas apocalípticas sobre el fin de la lectura o de los libros, porque, según torcidas entendederas, el personal parece incapaz de conciliar una vida letrada (de alfabeto) con las pantallas de los móviles y otros sucedáneos computarizados. Vamos, que se volverá al analfabetismo de manera irremediable. ¿Cómo sanó al ciego? Muy sencillo, le extirpé el ojo bueno.
Durante el tiempo en que viví en Valladolid me adentré en el apabullante Diccionario de Hermenéutica (Universidad de Deusto, 2006), dirigido por Andrés Ortiz-Osés y Patxi Lanceros. En el prólogo a la quinta edición (que es la mía), firmado por Ortiz-Osés, se nos dice: «La Hermenéutica trata de interpretar humanamente el mundo como un “lenguaje”, cuyo sentido y sinsentido se intenta comprender simbólicamente». Esa obra me sigue procurando constantes momentos de satisfacción y de perplejidad.
En una ocasión Ortiz-Osés me confesó que se encontraba en disposición de tratar temas que se alejaran de lo académico, a los que había dedicado casi toda su vida, propiciando así su acercamiento publicaciones menos especializadas (como la prensa) o al análisis de cuestiones cotidianas o más mundanas desde el prisma de su filosofía. En esa intención creo que se encuadran muchas de sus colaboraciones en Fratría (su bitácora en Religión digital: https://www.religiondigital.org/fratria/) o publicaciones como Libro de símbolos (Deusto publicaciones, 2010), con edición de Javier Torres Ripa, donde lo mismo se ocupa de películas como Star Wars, de la ciudad de Venecia o del fútbol (en la sección «Ritos y deportes»). En mi opinión este título supone un umbral certero por el que aproximarse a su obra. También con ese ánimo tuvo lugar su participación en el proyecto audiovisual al que hice referencia más arriba.
Con la llegada del Covid y sus consecuencias, desde la cuenta de correo de Andrés empezaron a llover artículos y poemas. En la bitácora de Libros del Innombrable publicamos algunos de esos textos. En los últimos años el filósofo se dedicó con entusiasmo a la poesía. Fruto de esos desvelos el libro publicado en Libros del Innombrable Poética del sentido (2016) y el que vio la luz en la editorial Sapere Luade La razón del amor (2018).
A su muerte en Heraldo de Aragón su amigo el periodista Juan Domínguez Lasierra lo ha clasificado como «el filósofo del cierzo», en El Correo un texto firmado por Iñaki Esteban lo presenta como «el filósofo del matriarcalismo vasco». Parece que cada uno intenta llevar al filósofo a su terreno. Aunque ambos escritos me parecen oportunos y cariñosos, tengo para mí que a Andrés no se le puede atrapar en ningún atavismo, en efecto Ortiz-Osés fue eso y mucho más.
La desaparición de Andrés Ortiz-Osés, aunque suene a tópico, rasga la urdimbre de nuestra cultura de manera insustituible, puesto que su voz se asentaba en límenes poco transitados en los tiempos que nos viven. Sus apreciaciones, tan lúcidas, adoptaban una posición tan alejada del sonsonete mil veces oído, de los lugares comunes de tirios y troyanos, que su ausencia solo puede empobrecer el panorama. Empobrecernos a todos, incluso a los tirios y a los troyanos.
Nos han quedado pendientes conversaciones, la publicación de un libro que me entregó hace años, por las pequeñas complicaciones que siempre acompañan a los empeños editoriales, y, también, un viaje a su pueblo, Tardienta, de donde también procedían, ni más ni menos, que mis tíos-abuelos Antonio Malo y Manuel Rasal con los que tanto quise.
Sin Andrés el mundo se vuelve un poco más oscuro. Ojalá nos ilumine desde sus conexiones galácticas. Le admiré y le admiro. Por fortuna, por medio de sus libros todavía seguirá ejerciendo en mí su magisterio.
El último aforismo que publicó en su bitácora dice así: «Todo fenece en esta tierra: solo la muerte es inmortal».
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