La corriente dominante (o el traje nuevo del emperador)
A nadie se le escapa que en España desde hace más de treinta años se ha implantado una tendencia poética, en parte por gusto y en parte por el control de sus protagonistas de los medios, concursos y otros ámbitos. Si bien esta hegemonía lleva un tiempo con un poder declinante y mortecino, por mucho que sus voceadores insistan en que el tirano muera aferrado a su cetro. Sus pajes sujetan galardones, cumbres editoriales y algunas columnas de suplementos literarios (la hoja parroquial de cada casa). Esta poesía confunde cierta liberalidad poética o incluso el empleo de las figuras literarias, que son materia básica de lo poético, con lo «extraño», lo «confuso» o, incluso, para mi sorpresa, ora con la «emoción agitada» ora con la «extravagancia» y el «disparate». Los sicarios de este pelaje han decidido que reine la simplicidad, que no la sencillez, que cualquier resquicio de imagen poética desaparezca y que el poema se llene de ripios y de lo dicho mil veces con la novedad de intentar ahora expresarlo de la peor y más perezosa forma posible. Fuera la metáfora, no digamos ya la doble metáfora (que existe en los manuales básicos de literatura, véase la poesía escáldica [poesía medieval], por ejemplo), la imaginación, el juego y el humor (fuera, por tanto, Gracián, Cervantes, Joyce, Swift, Strindberg, Twain, Gogol, Wilde, Josefina Dodge, Rabelais, Luciano de Samosata, Quevedo, Sterne y toda esa caterva de graciosos). Parecen tener mucho interés en que se les entienda, pero la paradoja viene cuando esa claridad que invocan juega en su contra. Porque sí, los entendemos, pero sería mejor que no hacerlo. Al menos así nos quedaríamos con una duda razonable. Para no herir la sensibilidad del lector (y mantener intacta la mía) no pondré ejemplos.
Entre los representantes de esta poética acomplejada de molicie se predica la expulsión de la imaginación de lo poético (el equivalente a construir una casa sin hormigón); esta poesía, decía, no pierde la ocasión de rebajar a poetas que fueron tal cosa, muchos de ellos con cierto renombre, como en los casos de Rimbaud, Mallarmé, Valéry o Pound. A estos nuevos censores tampoco se les escapa la posibilidad de ocultar a los que no encajan con su visión de la historia literaria (insisten en promover que en España nunca hubo (o apenas hubo) vanguardistas ni autores experimentales olvidando a Ernesto Giménez Caballero, Benjamín Jarnés, Ramón Gómez de la Serna, Lucía Sánchez Saornil, Francisco Pino, Agustín Espinosa, Pedro García Cabrera, José María Hinojosa, Juan Larrea, Eduardo Chicharro, Miguel Labordeta, Juan Eduardo Cirlot, Carlos Edmundo de Ory, Antonio Fernández Molina, Gabino-Alejandro Carriedo, Justo Alejo, etc., etc.; puede leerse el Diccionario de las vanguardias en España, de Juan Manuel Bonet solo para tener una nómina de autores de la primera parte del siglo XX, pero hay más). Cuando estos marineros en tierra se tropiezan con un autor patrio al que no pueden apartar se limitan a ponerle coto (esto es lo bueno, no aquello, mientras señalan los mayores ripios y desaciertos del poeta).
Los preceptos que estos inquisidores entonan en sus entrevistas, reseñas y artículos me recuerdan a las proclamas de los poetas ilustrados (neoclásico), los del siglo XVIII de las «cegadoras» luces, tal vez el momento más nefasto para la poesía en España (al menos desde la edad moderna hasta la fecha). Ese siglo del que hoy rescatamos a los barrocos que acudieron con retraso y al prerromanticismo que, aunque en nuestro país fue taimado, buscaba desprenderse del encorsetamiento racional (que daba en pobreza literaria); entre ambas generaciones —los que salían del barroco y los que entraban en el romanticismo— los manuales incluyen ciertos nombres, de los que salvo los estudiosos y algún poeta de raigambre «verosímil» nadie se acuerda (Moratín que dijo sí a las niñas, Jovellanos [«Epístola del Paular» como uno de sus mayores aciertos], Eugenio Gerardo Lobo [el capitán coplero], Samaniego, [este último redactó unas fábulas de cumplido propósito moral que todavía persisten en la memoria, aunque donde deslumbra sea en sus poemas eróticos –El Jardín de Venus–], Iriarte y un puñado más); pretender que la poesía (o el arte) adquiera una cierta «utilidad práctica e inmediata» es una temeridad (por no decir idiotez). El arte es otra cosa. Los tiranos siempre han sido firmes defensores del sentido práctico del arte, al que, a menudo, confundían con la propaganda.
El filósofo J. G. Hamann (al que Goethe señaló como el autor que más le había influido) pronosticó que el culto a la racionalidad acarrearía una nueva «inquisición». Esta predicción parece haberse cumplido en cenáculos y manuales escolares donde estos poetas de la «contención» se atreven a enmendar versos de autores que los superan en talento, al tiempo que denominan «irracionalidad» a procesos poéticos de mayor alcance que los propios, de los que no parecen tener noticia, o se llevan las manos a la cabeza y ponen los ojos en blanco (como los beatos que descubren a una pareja de enamorados dándose un beso) mientras evocan el apelativo «extravagante» cuando se enfrentan a un poema donde confluyen una serie de elementos (ya sea porque sobrepasan lo discursivo, por ejemplo en la poesía letrista, visual o fonética, o por cualquier otro motivo) que ya empleaban los bardos medievales (aliteración, silepsis, paranomasia, etc.). Tanto se han acostumbrado a su poesía descafeinada que cualquier cosa los perturba. Lo bueno de esta situación es que quizá dentro de un tiempo se pueda escandalizar de nuevo con el arte de principios del siglo XX. Lo que no dejará de propiciarnos situaciones risibles. Entre otras cosas olvidan que leer es construir, pero a ellos, que elaboran con materiales pobres, ni siquiera eso se les puede pedir.
La fobia de estos críticos y poetas (porque de todo hay y de todo se dicen) a las vanguardias es algo que, verdaderamente, alcanza visos psiquiátricos. Se empeñan en lo ridículo y risible de ciertos juegos literarios. Olvidan que el juego existe en la literatura desde sus orígenes, al igual que su carácter litúrgico. Lo mismo sucede cuando escuchan la palabra experimental, que, de inmediato, se les llena la boca de espumarajos. Atreviéndome a caer en el anacronismo mencionaré que experimental fueron en su tiempo la adopción de la forma del soneto al castellano (que provenía del italiano) y el atrevimiento de Dante en su Divina comedia al entremeter lenguaje culto con popular (por lo que los postistas lo reclamaron a sus filas). La conciencia de descubrimiento de una estética, en el caso de ciertos ismos (como el surrealismo y el postismo), nos habla de manera velada de la reivindicación de una tradición, en la cada grupo incluye, en algunos casos con prolijas explicaciones, a autores como el marqués de Sade, Blake, Rabelais o, incluso, a Gracián (al que el movimiento Pánico de los años 60 del pasado siglo atrajo para sí). Por tanto, por encima de la circunstancias localizadas en una época concreta de las vanguardias históricas, existe una coincidencia en el resultado de sus propuesta estéticas con una tradición que nos retrotrae a los juegos de salón renacentistas, a la poesía escáldica medieval, al barroco, el nonsense, etc. Rafael de Cózar (Poesía e imagen) o Juan Eduardo Cirlot (El espíritu abstracto), por ejemplo y no extenderme con demasiados nombres, se ocuparon de los referentes clásicos y tradicionales de formas de hacer de las vanguardias literarias y artísticas. El lector interesado si busca encontrará. Solo la mala fe o la ignorancia explican el desprecio o la superioridad literaria con la que algunos reseñistas y poetas miran a las vanguardias, lo que, como hemos dicho, supone el desprecio a toda una tradición literaria presente en todas las épocas y tradiciones, algo que se deriva tanto del estudio literario individual y no sesgado como de las fuentes y precedentes que los fundadores de esas propuestas estéticas indicaron en sus estudios. Sin vanguardias no existirían creadores, en apariencia tan prescindibles para estos sujetos, como Picasso, Buñuel, Dalí, Miró, Stravinsky, Joyce, Woolf, Stein, Gómez de la Serna, César Vallejo, Khalo, Éluard, Tzara, Ionesco, etc., todos ellos creadores que en algún momento de sus vidas tuvieron un anclaje o vinculación con las corrientes vanguardistas o experimentales.
El formalismo ruso (años 20 del pasado siglo) quiso poner término a la crítica «impresionista» y divulgó métodos de análisis científico (ciencia autónoma y específica) a los textos para evitar la improvisación o, dentro de lo posible, los juicios subjetivos. Es decir, que se alejaron del impuso sentimental y caprichoso. A pesar de inspirarse en la metodología científica del positivismo, tal vez porque estos intelectuales caminaban de la mano del futurismo, los formalistas promulgaron un lenguaje poético liberado del «automatismo», impulsando, por tanto, lo imprevisible, al hilo de lo cual se acuñó el término «efecto de extrañamiento». Ya Aristóteles en su Poética se refirió a la necesidad de establecer nuevas maneras de contar las viejas historias. Poco o nada de esto nos encontramos en esta poética dominante de hoy a la que parece molestarle la propia poesía. Desde sus tribunas esos pimpollos proclaman que no existe otra posibilidad que su cortedad de miras, que esa antigualla de forma que ellos manejan es la única poesía posible (rácana en nervio, reaccionaria en forma y, por el autoritarismo de algunos de sus partidarios, un tanto dada a la purga). Sus defensores optan por una poesía más apropiada para la cartilla escolar que para la acumulación de galardones y la publicación para público adulto.
De tarde en tarde un reseñista cariacontecido, de categoría empobrecida y mustia, se queja porque tal o cual obra se ha construido empleando la imaginación, que posee retórica surrealista, si el escandalizado llega al paroxismo incluso afirma que el autor al que reseña se pretende un Gómez de la Serna y otros ruborizantes argumentos que saca a las tablas como si fueran infamias. Suele añadir este tipo de redactor que todo eso ya está hecho, que fue pasado y que está enterrado. ¿Y qué nos propone como contemporáneo? Una prosa encapsulada, que repite modelos que ya suenan a ripio, un texto sin estilo (que es lo mismo que proponer una gastronomía sin ingredientes), una sucesión de obvias y mansas monsergas, que recuerden la fugacidad de la vida o la magia cotidiana de beberse un vaso de agua, todo ello descrito de la forma más ramplona y poco imaginativa posible. El sopor y lo cursi como categorías estéticas. Supongo que al manco necio le mueve la esperanza de que todos pierdan una mano o las dos a ser posible. A menudo, en estos tiempos, el comentarista denomina al poeta «irracionalista» cuando debería confesar que el problema es suyo y que sufre de incomprensión lectora.
Por mi parte, salvo por este intento de calzarnos un canon que nunca lo fue y de apear a los que no «comulgan con sus enormes ruedas de molino, tan grandes que son gigantes», me importa poco esa estética, que cada criatura empuje la línea literaria que le parezca (hay público tanto para el chocolate puro como para el sucedáneo), pero no soporto ese cierto «matonismo» que esgrimen sus participantes, sabedores de pertenecer a la línea poética que se reparte galardones y alabanzas. No ocultaré que esa poesía me sonroja, que me parece fútil, cadavérica. Su sencillez parece un bosquejo escolar poco inspirado, las imágenes sueltas, que desmayan en sus poemas, carecen de fuerza… Recurrir a la poesía narrativa para justificar algunas de sus propuestas como mínimo se vuelva en lo discutible. Respecto al aspecto filosófico de sus ocurrencias no pasan de los cantares y decires del Perogrullo. A pesar de los esfuerzos de los «elegidos» por ocultar otras líneas poéticas, tales propuestas existen, algunas crípticas, otras claras, pero no de la pobreza léxica que ellos promulgan…
Puede apreciarse en el último Rubén Darío (en el poema «Lo fatal», por ejemplo) una muestra de sencillez, lo que no le impidió ser un poeta que comenzó enamorado de un barroquismo estético, a prueba de crítica; también en Gloria Fuertes o en Luis Alberto de Cuenca, por mencionar a dos más próximos en el tiempo, hallamos una sencillez aparente que emociona y arrasa. Es decir, la pugna nunca ha sido entre estéticas, sino entre buena y mala poesía.
Por fortuna no todos los poetas notables y premiados de los últimos años siguen la estética dominante, quizá ni siquiera sean ya una mayoría. Pongamos, por ejemplo, entre los autores consolidados de cierta edad a Antonio Gamoneda. También entre las nuevas generaciones se detecta un desapego de esa pobreza estética, como muestra mencionaré a varias poetas, cada una con sus particularidades, y que no forman ningún tipo de corpus estético ni generacional, como Laia López Manrique, Almudena Vega, Iris Parra, Esther Lapeña, Alicia Silvestre, Lola Nieto, Silvia Rins, Adriana Hoyos y Adriana Bañares. La presencia de profetas de la línea poética a la que nos venimos refiriendo como «dominante» en ciertos jurados justifica la introducción de poemas cuya supuesta sensibilidad contemporánea y legible roza, por su mediocridad, lo insultante, lo que ha supuesto pequeñas disputas y conmociones tanto en el mundo editorial como en el de la poesía.
Que nadie piense que me empuja a la escritura de estas líneas la defensa de ninguna estética a la que pueda adscribirme personalmente, sino la necesidad de manifestar la presencia de una diversidad literaria, la reivindicación de una rica literatura, repleta de posibilidades, de opciones, que sobrepasan la de esas visiones encogidas. Por tanto quizá va siendo hora de señalar al emperador, de gritar que está desnudo, que toda esa casulla poderosa bajo la que se oculta esa pobreza (y contención estilística) no es otra cosa que una renuncia a la poesía.
Cada intento de simplificar la poesía, de hacerla comprensible, es alejarla de su esencia que es expresar lo incomprensible y conjurar lo trivial con lo maravilloso.
Lasse Söderberg
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