Paraíso, un relato
Dibujo de Fernando S. M. Félez incluido en Así se cuece a un hombre |
Paraíso
El tiempo trascurre sobre mi cuerpo como si cien
alfileres arañaran mi piel con la suficiente saña como para causar delgados
tajos: estrías de sangre.
El automóvil pisa un charco; me empapa los pantalones
y los calcetines. Hoy llueve con desinterés. Al menos estas jornadas sumidas en
una violenta perturbación atmosférica las distingo del resto; las demás, dentro
de la vulgar repetición de acontecimientos, las confundo. Lo mismo me da el
martes de hace un año, que el jueves de la semana anterior. No existe miseria
mayor que la de verse empujado a la rueda de lo cotidiano para repetir los
mismos hechos a idénticas horas. Se rumorea que ciertas personas se desorientan
en cuanto se les extirpa de la rutina: vagan como autómatas en el limbo y ante
el limo.
En fin, como hasta la lluvia empieza a molestarme,
decido llamar a un taxi para presentarme en la cita diaria de las seis menos
cuarto.
El conductor, hombre de fiera apariencia,
enormemente grueso y desastrado, mantiene una alianza inconcebible con el enano
gritón que se sostiene firme a unos pocos centímetros por encima de la palanca
de cambios, y al que suelen designar «radio».
A pesar del clima invernal, el flamante taxista
conserva la ventanilla bajada con indudable desfachatez. Mientras tanto, el
engendro chillón me aburre con cientos de comentarios inútiles, recitados con
endiablada rapidez.
Para evadirme del asfixiante círculo me solazo
admirando la calle. Me cuesta comprender por qué todos los transeúntes
sostienen sobre la cabeza el Libro
Tibetano de los Muertos. Cuando el vehículo se detiene en un semáforo aprovecho
para inspeccionar algunos rostros: la mayoría carecen de ojos. En el periódico
de hoy se reproduce a toda página y en portada el collage de Cirlot Oscura
estancia. La prensa comienza a demostrar cierta utilidad.
«Esta tarde, a las siete y media, tendrá lugar en el
Palacio de los Mostrencos un concierto del grupo de música de cámara Brodsky
Quartet. La entrada libre estará limitada al aforo de la sala», declara la
locutora con incuestionable desfachatez.
Me parece una oportunidad única para eludir mis
pertinaces obligaciones. Recuerdo, como por ensalmo, mi afición por la música,
durante tantos años olvidada en el eterno sepelio de una vida ramplona. Me veo
sentado sobre una gramola, girando, en ridícula pose, con menos de un año.
Incluso, lo que ya creía imposible, consigo vislumbrarme asistiendo a salas de
conciertos durante años. Pero ¿cuándo ocurrió aquello? Lo insustancial del
presente desdibuja el pasado. Creo evocar un sueño, o las imágenes de una
película, que, aunque en algún momento dejaron una indeleble señal en mi
memoria, con el paso de los años se han enturbiado hasta mudarse en un recuerdo
velado. Mi conciencia duerme acunada y condenada por la linde del infinito.
Lanzo un sonoro, ¡alto!, que obliga al taxista a dar
un cinematográfico y chirriante frenazo. «Lléveme a ese Palacio de los
Mostrencos antes de que sea demasiado tarde», voceo en inglés con la voz de
Groucho Marx al conductor, que cambia de dirección mientras musita una letanía
de protestas.
Durante el trayecto elucubro respecto a la cara de
pasmado del hombre al que acabo de plantar, abandonado en manos del azar. ¿Tendrá
rostro caballuno? ¿Será un merluzo o una merluza congelada? ¡Pobrecito, la
indecisión lo destrozará! Un tanto compungido mirará el reloj tres o cuatro
veces, y cuando no sepa qué hacer se marchará entre molesto y confuso, no sin
hurgarse antes la nariz con el celo compulsivo de la impaciencia.
Mis tripas, alborotando como ranas ahogadas por la
exacerbación, me provocan un sudor frío como los vapores de un congelador,
industrial para más señas, recién abierto.
Se detiene el automóvil frente a la entrada. El
taxista, que hasta entonces me daba la espalda, se vuelve hacia mí con los ojos
en blanco y unos labios entreabiertos que dejan escapar una hebra de baba. La
noche de los memos vivientes. La noche de los semovientes. Con el dedo índice
de la mano derecha me señala el importe. Sin pensármelo dos veces abro la
puerta, atravieso el pórtico del palacio, corro hasta el interior de la sala.
Tras de mí escucho un rumor de llamadas. ¡Ahora sí habito en el peligro! Me
figuro el rostro desencajado de aquel hombre enfurecido, cubierto por una marea
de arrugas con un espesor de 15 cm, y la risa viene a mi boca como la
incontenible explosión de un vómito.
La sala está repleta. Suspiro hastiado por la
aglomeración. Ocupo el último asiento libre. La voz del conductor retumba de
improviso. Dirijo una mirada de soslayo a la entrada. El guardia de seguridad
intenta explicar a mi perseguidor que el aforo está completo. Dejo resbalar a mis
nalgas en la butaca. El guardia de seguridad, cansado de los empujones y gritos
del que ya considera un maníaco, saca a relucir la porra, entre ambos explican
al tenaz conductor, esta vez con mejor resultado, que en el recinto ya no entra
ni Dios. Lo que no deja de ser una herejía, aparte de una falacia. Al segundo
tres monjas disfrazadas de cajeros de banco se cuelan por una portezuela sita
en un rincón oscuro.
La puerta principal se cierra con estruendo de
cripta. La pieza en la que me hallo alberga en el centro una tarima cuadrada
que aguarda la llegada de los músicos, en torno a ella grupos de sillas con
cabezas humanas esperan el comienzo del espectáculo con fingida serenidad. Las
paredes, cubiertas por una moqueta de color tabaco, sobre la que se representan
las más extraordinarias escenas: cisnes alzando el vuelo de forma disparatada
sin referencia espacial alguna; unas flores dispuestas de manera arbitraria,
que parecen inspiradas por un cuadro de Odilon Redon; unicornios tiernamente
acariciados por doncellas de pies descalzos; y, en el ya constreñido espacio de
aquel excéntrico tapiz, una figura enorme, sola, en una esquina umbría, representando
a un anciano encapuchado, de rostro y ojos ocultos, que sostiene en la mano
derecha una balanza y en la izquierda una guadaña desmesurada, tan ancha y alta
como él mismo.
La unidad móvil de televisión se apodera de aquel
territorio. Así el trípode y la cámara ocultan, en gran parte, la magnificencia
de aquella imagen reveladora. Un hombre, con boca de trucha y semblante de
pescador, que parece destinado a manejar los aparejos, sonríe sin razón
aparente y deja al descubierto la vergüenza de una dentadura descuidada, de la
que podrían surgir en cualquier momento millones de gusanos oscuros y enormes
como elefantes.
Intento atisbar algún rasgo de personalidad en el
resto de los asistentes, pero hombres y mujeres se asemejan. Por las calles de
la ciudad fantasma, de cuando en cuando, nos topamos con un habitante con
sombrero; podemos identificarlo enseguida y, señalándolo, declarar sin
equivocarnos: «He ahí a un ser humano». He ahí a un ser humano como una
carretilla.
Entre los cráneos que contiene el habitáculo destaca
el de un niño, de unos ocho años, con una gorra roja con un reloj de arena
bordado. Los pies le cuelgan de la silla, parece que se está comiendo un bocadillo.
Enseguida advierte que lo observo, así que se pone en pie y me saluda con la
mano. Le devuelvo el cumplido.
Los aplausos me despiertan y sobresaltan. Me siento
como un pedazo de tocino untado en aceite y puesto al fuego en una sartén. Los
interpretes entran en la estancia con la solemnidad de un sacerdote que se
dispone a cantar misa; ocupan su lugar, se hace el silencio, la luz se mitiga:
me encuentro en el cine. Alguna tos aislada, un mechero se enciende de pronto y
desaparece a los pocos segundos; algo parecido a una gallina revolotea entre el
público; el niño oculta la comida; se ilumina el piloto de la cámara de
televisión. Por culpa de mi llegada presurosa no he podido coger un programa de
mano. No me importa, siento euforia al embarcarme en lo inesperado. Aquella
opresión en la nuez, que persistía desde hace varios años, desaparece. Me
invade la nostalgia del presente: ¿qué excusa encontraré para justificar mi
ausencia de la cita de hoy? Deseo que el acto se prolongue hasta el infinito,
para así evitar que los problemas, con la indolencia como raíz común,
revoloteen sobre mí.
De reojo leo en el folleto de mi vecino que la
primera obra es el Concierto de Cuerda n.º1 en La mayor, Op.4, de Alexander
Zemlinsky. La música empieza. El ambiente rebosa con un incesante anhelo. Esta
vez a nadie se le ocurre aplaudir entre cada una de las partes del Cuarteto.
Además, la interpretación parece sosegada, sin bruscos arranques ni
exhibiciones de presteza. Procuro rastrear la metamorfosis de cada frase
musical, pero termino por instalarme en un lugar indeterminado entre la
concentración y el enajenamiento. La música me acompaña con un cadencioso vuelo
sobre fondo oscuro. En el duermevela me topo con flores exóticas, animales
legendarios y ríos de hierba azul. Todo en unos excesivos tonos pastel, lo
confieso, pero que me reconfortan y purifican. Sin música, ¿para qué vivir?
Terminada la obra, unos vítores más propios de una
plaza de toros me devuelven al mundo de los asientos. Saludan los músicos con
cierto aire benevolente. Vuelven a sentarse para emprender el Cuarteto de
Cuerda n.º3, Op. 30, de Arnold Schoenberg. No preciso espiar el programa de mi
vecino; reconozco la pieza de inmediato, puesto que el cuarteto y su compositor
siempre me han fascinado. Recuerdo la mañana de mi juventud, los momentos de
crisis aguda, los peces que comí directamente de las peceras. Un día en que
corría para alcanzar el autobús noté un ahogo que me reventó los pulmones. Fui
consciente entonces del inicio del proceso de envejecimiento. Una pastilla de
Pasternak. La caída en el vórtice se iniciaba para desencadenar el último grito
de la agonía. Mucho Munch.
El molto
moderato concluye. La interpretación ya no me interesa tanto. Las imágenes
vuelan por mi mente con lenta regularidad. El hombre de la cámara parece
satisfecho; el niño vuelve a la merienda. Aplausos unánimes que parecen
impulsados por gigantes con cien brazos.
Los asistentes esperamos un descanso, pero los
músicos comienzan la ejecución de la Suite lírica para Cuarteto de Cuerda, de
Alban Berg, creación de gran interés compuesta utilizando los doce tonos de la
escala cromática y los doce intervalos. La composición, además de belleza,
posee cierta densidad, así que tras las precedentes, al público le parece
excesivo, lo que se adivina por un tenue murmullo de reprobación. Oigo a
alguien musitar: «Esta obra no figura en el programa». Al principio me extraño,
pero me siento tan complacido, al sumergirme de nuevo en mundos volcánicos,
pendientes de leche y precipitados puntos de luz abalanzándose sobre mí, que no
concedo importancia al comentario. Caso omiso, sumiso y conciso.
El calor aumenta. Muchos espectadores se desabrochan
la camisa o la blusa, otros utilizan cualquier papel como abanico. Al fondo, en
un extremo de la sala, un enano en camiseta compone mil muecas.
Al término de la pieza de Berg no solo no callan los
músicos, sino que se descalabran por una pendiente que les lleva a enlazar, ya
sin pausa alguna, el final de la obra anterior con el Rondó para Cuarteto de
Cuerda, de Anton Webern. Al que siguen el Cuarteto de cuerda 1905, del mismo
compositor, el Cuarteto de Cuerda n.º3, Op. 19, de Alexander Zemlinsky y,
finalmente, el Cuarteto de cuerda n.º2 en Fa sostenido menor, Op. 10, de Arnold
Schoenberg.
Si percibí inicialmente cierto malestar entre el
público –por el agotamiento de los oídos, la asfixiante angustia de una
temperatura en aumento y la incomodidad de llevar más de dos horas sentados–, en
ese instante el disgusto se palpa en el auditorio. Algunos asistentes se
levantan, y como los pasajeros de un avión o de un tren, pasean con torpeza
entre los sentados. Algunos suplican a sus acompañantes un poco de agua; otros
ante la combinación de sed y sudor caen desmayados y quedan tendidos sin que
nadie repare en ellos. El encargado de la cámara yace enredado en una maraña de
cables. Un hombre se desnuda por completo, se sube a la butaca, —para que todos
lo vean—, y empieza a morderse los codos dándose unos bocados furiosos que
atraen la curiosidad de una sangre tímida. Un pequeño gentío se exalta y camina
derecho a la puerta de entrada, pero allí varios hombres de uniforme los
repelen a porrazos.
Entonces, al iniciarse el Cuarteto de Cuerda Op. 28,
de Anton Webern, el espectáculo alcanza su punto culminante. Seis o siete
personas se abalanzan sobre los músicos pero, antes de que lleguen siquiera a
la tarima, una campana trasparente de enormes dimensiones desciende del techo y
se posa alrededor de los miembros del cuarteto para protegerlos de cualquier
intento de agresión. El público responde lanzando las sillas contra el cristal;
por desgracia, estas rebotan y vuelven sobre los que las arrojaron.
Un señor de avanzada edad grita colérico, con su
peluquín en la mano, mostrando una cabeza yerma a los concurrentes. Los que han
recibido los golpes se cubren las heridas con pañuelos de colores que la sangre
se encarga de teñir de bermellón. Otros se quejan porque los asientos que
alzaron el vuelo, en su retorno al punto de partida, les han golpeado en el
ojo, en la espalda o en la cabeza. El niño, junto a la campana de cristal,
baila y canta un chotis con aire castizo, entusiasmado por lo que le parece una
fiesta de auténtica mistificación. Todavía algunas personas, entre las que me
encuentro, permanecemos ensimismadas en nuestro puesto, procurando prestar la
misma atención a los músicos que a la función que se desarrolla ante nuestros
ojos. A pesar de los disturbios, la música se impone al alboroto. Contemplo el
devenir de la concurrencia como si asistiera a escenas de una película muda.
Frente a la figura del tétrico monje del
tapiz-moqueta, dos muchachos se pelean por un botellín de agua que una mujer,
que ahora llora tendida en el suelo, ha sacado de su bolso. Pronto los más
entusiastas se pertrechan con armas improvisadas: una pata arrancada de un
asiento, pequeñas navajas que algunos portaban por casualidad, o incluso un
zapato empleado con la suficiente habilidad. Los navajeros, envalentonados,
enseguida se organizan como grupo independiente. Aprovechan la mayor enjundia
de sus armas para acorralar a los que poseen botellas de agua y arrebatárselas.
Los que se resisten reciben una cuchillada. Me sorprende que ante aquello los
guardias no actúen. Supongo que su único propósito consiste en impedirnos
abandonar la sala.
Ya han finalizado el Cuarteto de Cuerda n.º2, Op.
15, de Alexander Zemlinsky, el Cuarteto de cuerda n.º0 en Re mayor, de Arnold
Schoenberg y las Seis bagatelas para Cuarteto de Cuerda, Op. 9, de Anton
Webern. Al comienzo del Cuarteto de cuerda n.º4, Op. 37, de Arnold Schoenberg,
el público, que ya parece acostumbrado a la sed, comienza a quejarse de cierta hambruna.
Despreocupados ante la imposibilidad de huir, la mayoría, sentados en el suelo,
rebuscan en los bolsillos de la chaqueta y el pantalón algún resto de
chocolatina o alimento. Los heridos ocupan una esquina de la sala, amontonados
junto a la cámara de televisión y al hombre que la manejaba, ahora ya difunto.
Los navajeros pelean entre sí por un cuscurro del bocadillo del niño que,
asustado, se refugia bajo una silla. Vuelvo mis ojos hacia la moqueta: la
figura enorme del anciano ha desaparecido, permanece su silueta. La que parece
ser la madre del niño intenta convencer a nuestros guardianes de que al menos
permitan salir a la criatura. Por respuesta le propinan un violento golpe en el
cráneo que la mantiene inconsciente durante unos minutos, enmarcada por un charco
de sangre.
A estas alturas soy el único que continúa sentado.
Me encuentro tranquilo y pletórico mientras pienso, con cierta condescendencia,
que en estas circunstancias es más que probable que mañana no acuda al trabajo.
Relato incluido en Así se
cuece a un hombre, de Raúl Herrero. Libros del Innombrable. Zaragoza: 2001. (ISBN: 84-95399-24-5).
Con dibujos de Fernando S. M. Félez. Con prólogo de María Paz Moreno.
Esta versión del relato incluye pequeñas modificaciones y algún añadido respecto a la versión impresa en el libro.
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