La identidad

Roman Polanski, Sharon Tate,  Peter Sellers y Mia Farrow. (París.Octubre,1968).


Los heterónimos, las recreaciones, los seudónimos, las personalidades falseadas, las ficticias y las fingidas. Tal vez sea Pessoa uno de los escritores con mayor número de heterónimos. «El poeta es un fingidor», escribió. Siempre me pareció que la frase encierra una burla, una broma personal. Nunca la he interpretado literalmente porque si así lo hiciera se me antojaría, en mi modesto juicio, una banalidad impropia. Quizá el poeta sea el único que no finge. Antonio Fernández Molina, que tanto admiraba a Pessoa y a Juan de Mairena, apócrifo de Antonio Machado, también firmó libros y poemas como Roberto Goa o Mariano Meneses. Esta segunda personalidad consistía en un transunto del propio Molina, un pintor poeta, en lugar de un poeta pintor. De su mano conocí al pintor Jusep Torres Campalans tras el que se ocultaba Max Aub, a la sazón supuesto autor de la biografía de su «representado». No sólo artistas y creadores han empleado este subterfugio (del latín subterfugium que significa huida simulada), también lo han hecho otros personajes como Francisco Franco (don agencia F), que firmó varios artículos en el diario Arriba como Hispanicus, Macaulay Jakim Boor, además del guion de la película Raza (1941) con el sonoro nombre de Jaime de Andrade. Hace unos años volví a ver la cinta. Tal vez una obra cumbre del humor involuntario.

Robert Zimmerman decidió nominarse Bob Dylan porque se identificaba con el poeta Dylan Thomas. De esta manera se inició en el juego del barullo entre la persona y el personaje. Sam Shepard nos cuenta en su libro Rolling Thunder (1977) cómo el cantautor y premio Nobel se presentó en un concierto con el rostro velado por una máscara de sí mismo. La audiencia reaccionó con sorpresa. Algunos espectadores suponían que se trataba de un impostor, otros calificaban el hecho de chanza de mal gusto. (Resulta inquietante lo subjetivo de la denominación de «mal gusto»). Según parece Dylan se arrancó la careta de goma al comprobar que le imposibilitaba tocar la armónica. En el mismo libro se describe una conversación entre Joan Baez y Dylan. Ella le reprocha que haya mentido en cierta ocasión, a lo que él replica: «era otro el que mentía, ese Zimmerman», es decir, la persona a la que hace referencia su nombre auténtico.
Salvador Dalí decidió titular su única novela Visages cachés (Rostros ocultos) (1944). No perdamos de vista que la novela se publicó por vez primera en 1944 y que las fuerzas del eje no habían perdido la guerra. En el epílogo Dalí muestra a un Hitler vencido, que aguarda el «fin de su juego» en lo alto de una torre, rodeado por algunas de las mejores obras de arte de la historia de la humanidad. «… y la sangre al coagularse sobre él se vuelve oscura, casi negra, como una cereza totalmente madura».  Las cerezas tan presentes en la pintura de El Bosco (y en la de Dalí) como símbolo de la lujuria. 

El actor Peter Sellers, en mi opinión en ciertos aspectos superior a sir Laurence Olivier, alegó que si alguien le pidiera que se interpretara a sí mismo no sabría qué hacer. ¿No es admirable? Se ha escrito mucho (aunque debiera escribirse más) respecto a sus problemas de personalidad, sus indecisiones, su capacidad para asumir los personajes hasta consumirse, en un completo desorden, sobre sí mismo.
Sellers, además de otros muchos méritos, posee el de pronunciar en la magnífica película Being There (Bienvenido Mr. Chance en España y Desde el jardín en Hispanoamérica) (1979), una de las mejores frases de la historia del cine: «Life is a state of mind». Aunque es de justicia atribuir la paternidad de la cita a Jerzy Kosinki, autor de la novela de la que nació la cinta y de la que el propio Sellers compró los derechos, mucho antes de iniciarse el proyecto. El actor afirmó que en el protagonista del libro se encontró a sí mismo. Un personaje que podría decir como Odiseo ante el cíclope: «Soy nadie».
Por su interpretación en este película Sellers fue nominado a un Óscar. Por supuesto, no lo consiguió. Con frecuencia en los premios los mejores se quedan en la categoría de «nominados». Quizá por eso nada supera a la satisfacción de no presentarse a ningún galardón. Salvo si uno es un caballo de carreras, entonces conviene hacerse con un buen palmarés que le permita una ración extra de alfalfa.
A Peter Sellers lo presentan en las biografías como un ser errático y confuso. Los descubrimientos en relación con su temperamento se nos antojan inquietantes, empero las confusiones que propicia Dylan rozan la perversión. Sin embargo, ambas posturas me satisfacen, puesto que me sugieren un ataque a la identidad y al «yo» de frívolos ambages de nuestros días. En especial cuando «yo» equivale a nada. Hay personas tan sumamente narcisistas que sueñan con alcanzar el lugar que creen merecer fingiendo una normalidad nada «normal», balbuceando que están en un permanente «no ser». A menudo, tales personajes suelen enrabietarse como zánganos frente a un espejo cuando no se les presta la atención que consideran les pertenece. Recuerdo a un poeta que relató la historia de la poesía de su comunidad autónoma recitando poemas de otros a los que juzgaba como malos o despreciables. Por supuesto en su conferencia se permitió el aire suficiente como para recitar sus poemas a los que, a todas luces, citaba como los mejores en ese tiempo y lugar. Razón no le faltaba, en especial si uno contaba con la dicha momentánea de volverse sordo mientras él peroraba. Líbreme Hermes de la normalidad, que de los excéntricos me libro yo. Desde otra perspectiva no hay nada más lamentable que un mal excéntrico al que se le perciben las costuras, las trampas, que recibe un premio al tiempo que se le caen de la manga los tres o cuatro ases con los que perpetró la estafa. Sellers y Dylan alcanzaron la posibilidad de ser otros. Intuyo que el actor se perdió en el empeño. En cambio Dylan salió reforzado.

A veces conmueven, por su espíritu vergonzante, los discursos de personajes siniestros sobre la identidad, ya sea nacional o grupal, de la que ellos se consideran cabecillas. Estimo que esa necesidad de afirmación desmedida dentro de unos límites geográficos o humanos contará pronto, si no la tiene ya, con una definición específica dentro de la psiquiatría. «Nacionalismos sin fronteras», escribió en uno de sus aforismos o arrabalescos Fernando Arrabal.
No comprendo por qué alguien desea limitar su identidad o sus preferencias en cualquier materia argumentando cuestiones físicas, genéricas, locales o, ni siquiera, ideológicas. Admito mi inclinación a recelar de los animadores de certezas que precisan de la negación del otro y de un enemigo, siempre temible, para defender su «identidad». Por supuesto cualquier ser humano nace en alguna parte. También todo el mundo tiene un culo y, salvo contadas ocasiones, no suele significar gran cosa. Ni siquiera en la actualidad, cuando la moda del tatuaje pone en la palma de la nalga la posibilidad de grabarse en mentada parte el Ulises de Joyce en cursiva

Considero, desde luego, más sanos los desplantes de Bob Dylan o Peter Sellers. En lo que a mí respecta mi identidad está compuesta de miles de sustancias, de miles de resquicios a los que no suelo prestar demasiada atención. Por el contrario, disecciono con precisión de etnólogo o de tonadillera los pormenores de mis admirados Sellers, Dylan, San Agustín, Rafaela Aparicio, Casia de Constantinopla o Fernando Arrabal. 

Plauto, cuya obra se gesta como un trasunto de traducción y recreación de piezas griegas, introdujo, de un modo que conviene mencionarse, el asunto del doble o del otro en la tragicomedia Anfitrión. Júpiter decide hacerse pasar por Anfitrión, que está en la guerra, para nutrirse de los amores de Alcmena, esposa del guerrero. Mientras tanto, Mercurio adopta el semblante  del esclavo Sosia con el fin de facilitar el camino de su amo. El problema se plantea cuando el marido regresa al hogar. En un momento dado Anfitrión obra de manera opuesta, una en carne propia, la otra en la piel de Júpiter. Eso lleva a su esposa a la confusión. Pero ¿y si Júpiter fuera más humano que el humano? Al fin y al cabo el dios pretendía el amor mientras el humano se dedicaba a la guerra. ¿No es el amor más humano que la guerra? Quizá no. El propio Anfitrión debiera haber dudado de su cordura y preguntarse si él no era el «otro». Y, precisamente, a eso quería llegar.

[Este texto lo he rescatado de mi bitácora de antiguo cuño donde se publicó en junio de 2006].



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