Schopenhauer, Lautréamont y el gnosticismo

Fotografía de Raúl Herrero


Arthur Schopenhauer siempre me resultado simpático. Sí, esa es la palabra justa, simpático; quizá por lo fastidioso que fue para algunos en su tiempo, ¿quién sabe si todavía hoy lo sigue siendo? Con frecuencia, cuando se refieren a su obra, la denominan pesimista. Cuando examino algunas de sus páginas deduzco que la existencia, la vida, el mundo sobre el que Arthur reflexiona es el «puramente» humano. Doy por sabido que tal vez la vida sea —en términos ordinarios— menos cruda de lo que expresa Schopenhauer, pero, sin embargo, sí juzgo que sus apreciaciones resultan certeras en tanto que hablan de lo  miserablemente «humano».
También me atraen ciertos aspectos de su pensamiento, en especial los próximos a la renuncia, a su vez próximos a las religiones y creencias orientales. «El medio más seguro de no llegar a ser muy infeliz es no pretender ser muy feliz», nos dice. A veces aparenta instarnos a ocupar la vida casi con desdén, como si esta supusiera algo ajeno al «yo». Al tiempo nos invita a «ser», a perpetuarnos en torno al conocimiento como instrumento para alcanzar la bonanza del individuo.
Por ejemplo leo: «…  lo más esencial para la felicidad de la vida es lo que uno tiene en sí mismo. Pero como esto, por regla general, es tan escaso, la mayoría de aquellos que ya no tienen que luchar contra la necesidad en el fondo se sienten tan desdichados como los que aún se hallan inmersos en la lucha contra ella. El vacío interior, lo aburrido de sus conciencias, la pobreza de sus espíritus, los empuja a la búsqueda de compañía, la cual, sin embargo, consiguen de otros como ellos pues, similis simili gaudet (traduzco: lo semejante llama a lo semejante)».
En el libro Schopenhauer. Vida del filósofo pesimista (Algaba ediciones, Madrid: 2005), su autor Luis Fernando Moreno presenta el siguiente extracto de un manuscrito del filósofo llamado Libro del cólera: «… este mundo no podía ser la creación de un ser lleno de bondad sino, más bien, la de un demonio que se deleita con la visión del dolor de las criaturas a las que ha abocado a la existencia: esto era lo que demostraban los hechos, de modo que la idea de que ello es así acabó por imponerse».
También Harold Bloom se me antoja simpático, sí, de nuevo este adjetivo describe mejor que otros, como «agradable» o «interesante», mi preferencia por este autor. Al parecer a algunos les disgustó sobremanera su osadía al escribir un libro con la nómina de «sus genios». Precisamente en el preámbulo a este compendio, Genios, dice: «Después de una vida de meditar sobre el gnosticismo, me atrevo a afirmar que esta es, en la práctica, la religión de la literatura […] … es un conocimiento que libera la mente creativa de la teología, del pensamiento histórico, y de cualquier divinidad completamente distinta de lo que es más imaginativo en el yo».
El gnosticismo se forma con pliegues que proceden de entornos paganos y judíos,  y que adquiere cuerpo con los primitivos cristianos. Aunque también fruto de otras influencias, el pensador gnóstico Marción de Sinope, que ingresó en la comunidad cristiana en torno al 140, defendía la existencia de dos dioses. El del Antiguo Testamento, de rango inferior, creador del hombre y el mundo, y el Dios de rango superior que envió a Cristo, el del Nuevo Testamento.
Muchos de los diversos grupos gnósticos, hasta que su exterminio por la ortodoxia «romana», pretendían evitar este mundo, creado por una divinidad «inferior». Para ello promovían el ascetismo y una cierta radicalidad en sus costumbres.
De estos planteamientos, sin demasiado esfuerzo, pulsamos la imagen del mundo originado por una divinidad demoníaca, asunto sobre al que unas líneas más arriba se refería Schopenhauer.
Un diablo creador colindante al personaje maligno, tanto que en ocasiones acaricia lo cómico, del llamado Conde de Lautréamont (se supone que se trataba de Isidore Lucien Ducasse, 1846-1870) en Cantos de Maldoror. En el Canto II una omnisciente fuerza exclama mientras devora los sesos de unos peces: «Yo os he creado; por lo tanto, tengo derecho a hacer con vosotros lo que quiera. No me habéis hecho nada, no digo lo contrario. Os hago sufrir por placer».
Desde luego, por lo que sé,  no llegan a tanto los textos gnósticos y su lectura me parece más bien provechosa. Está claro que Lautréamont escribe desde la poesía que lo opuesto a la vulgar literalidad.
Por si alguien albergaba alguna duda Lautréamont también refiere en Maldoror: «He visto al Creador, estimulando su crueldad inútil, provocar incendios en los que perecían ancianos y niños». Esta poesía practica los postulados evidentes del romanticismo: el escapismo del mundo inmediato. Los románticos más cercanos a los modelos reformistas vieron en el diablo a un revolucionario que se enfrentaba a un Dios autoritario, creador del mundo, a un tirano. En cierta medida en obras como Caín, de Lord Byron, se desarrolla una cierta aproximación a la figura del mal y, en general, se revisa, desacertadamente a mi entender, las funciones de los personajes peor vistos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Caín era tan merluzo como Abel, por distintos motivos, –aunque Caín a la postre fuera un envidioso, por eso, si al lector no se le empañan las gafas, comprobará que el autor de la Biblia deja vivo,  al justo medio o mediador encarnado en el tercer hijo de Adán y Eva: Set (punto central entre el quizá excesivamente ritualista Abel y el presuntuoso Caín). 
Los gnósticos coinciden con Lautréamont, como hemos apuntado, en la idea de un dios creador que, al tiempo, supone una divinidad menor, un dios de inferior condición, para algunos grupos un ente demoníaco, originador de un orbe monstruoso, donde triunfa la ignorancia y la maldad. La conclusión es evidente: se promueve la desvinculación del mundo, de la carne, se plantea que la salvación vendrá desde el conocimiento «gnosis» y se niega el concepto del cristianismo ortodoxo, que por entonces era una de las muchas bifurcaciones de la religión cristiana, que pretende la llegada del Reino de los Cielos a este mundo. Algo absolutamente impensable desde las formulaciones gnósticas, que buscaban la sublimación de esta forma de existencia (¿quizá de forma semejante a la huida de la rueda de la existencia oriental?) desde la interiorización. Tal juicio les impulsó al desapego, a comportamientos ascéticos, a corretear tras la «gnosis» entendida como liberación.
En esto «el desapego» coinciden los gnósticos con Schopenhauer quien reniega del mundo o, como él lo llama, de «el principio demoníaco del mundo». Citamos ahora al filósofo, en versión de Luis Fernando Moreno: «Toda vida es sufrimiento, el egoísmo y el afán de afirmación de cada ser vivo, en pugna con los intereses de los demás, convierten el mundo en un infierno. Lo mejor sería no vivir y que la existencia no hubiera sido nunca, ya que tan irremediable es su carácter miserable. Este mundo es “el peor de los mundos posibles”, y la obra de un demonio. Al ser humano le quedan dos opciones ser o dejar de ser». Y establece, también, como propósito de la existencia el conocimiento.
Tanto los gnósticos como Schopenhauer reiteran la manifestación de Sócrates, es decir, el «conócete a ti mismo» del oráculo de Delfos.
Vaya, a modo de aclaración final, que durante el tiempo del cristianismo primitivo se constituyeron diversos grupos gnósticos, con sus diversas peculiaridades, por lo tanto, a lo largo del artículo nos hemos referido a ellos en un sentido general, sin entrar en sus múltiples derivaciones.
Aunque el sector gnóstico fue barrido, como otras formas de entender el mensaje cristiano, por un grupo triunfante, resulta clara su influencia, o, al menos, la de algunas de sus reflexiones o de sus «visiones», tanto en el romanticismo como en Schopenhauer, así como en otros conceptos de la llamada modernidad. Además del concepto del «dios ausente» manifestado en el hermetismo, en el Maestro Eckhart, en el Pseudo Dionisio Areopagita o, más próximo en el tiempo, en la obra del compositor y filósofo Josep Soler.
Más allá de la discusión sobre la bondad o ignorancia del Creador del mundo, de la perversión o no de la vida y de la existencia, me interesa la comprensión de la vida como búsqueda de la sabiduría propia de este, numeroso en su tiempo, grupo cristiano. Es cierto que para los gnósticos el «conocimiento» se forjaba en un recorrido paralelo a la lectura simbólica de las escrituras sagradas, no solo de las que aparecen en nuestro Nuevo Testamento, sino también de algunos textos que expurgados y que se intentó borrar de la faz de la tierra. Lo que por fortuna no fue sucedió,.
Por encima de las discusiones teológicas particulares, ¡conocimiento! De pensamiento, palabra y obra.

A modo de epílogo mencionaré este aforismo de Raimundo Lulio: «El filósofo, partiendo de una verdad, saca otras mil».

Raúl Herrero

[Este texto se publicó por primera vez en el blog: raúlherrero.blogia.com en dos partes, la primera el 21 de febrero de 2006 a una hora tan intempestiva como las 9:23 de la mañana; la segunda el 7 de marzo de 2006 en un horario más templado, las 18:23. Antes de traerlo a esta nueva vida ha sido revisado, aunque sin añadir o quitar mensajes de lo esencial de lo escrito, puesto que resulta fruto del momento en que fue redactado].

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