Motivos de tristeza, (XIX)
Motivos de tristeza
XCI
Cuando aquella mañana, al igual que las doscientas
anteriores, Ludovico se posicionó frente al espejo, algo llamó su atención. Al
principio no supo muy bien de qué se trataba, -el cabello más despeinado de lo
usual, alguna señal de la almohada en el rostro, una nueva arruga en la
comisura de sus labios, la orina del tiempo por ventura depositada entre las
legañas, la pérdida inexplicable de un ojo–… Ludovico se aproximó tanto al
espejo que acariciaba con la punta de la nariz la superficie de su reflejo.
Luego retrocedió con lentitud, como si se sometiera a un ritual antiquísimo,
con una cadencia más próxima a la de un bailarín que a la de un hombre recién
levantado del sueño. “Ya sé lo que me ocurre”, pensó Ludovico, una vez
que comprobó que su cabeza flotaba en el aire desprovista del cuerpo. “Pero
¡tampoco será para tanto!”, se dijo para sí con sonrisa de mula feliz. Ludovico
salió a la calle, unos niños le asieron por los cabellos y lo emplearon como
balón de fútbol. La desaparición de Ludovico fue para el canario que vivía a
sus expensas motivo de tristeza.
XCII
El duende susurró a Eustaquio al oído que si
extraía toda el agua del pozo recibiría a cambio joyas y riquezas. Aunque
Eustaquio no respondió ni una palabra, con tanto ahínco emprendió el trabajo sugerido
por el duente, que este sospechó que el humano aceptaba la propuesta.
Eustaquio, como poseído por una liendre desmedida, aumentó la oquedad del pozo,
lo secó y prosiguió con la excavación. El duende permanecía boquiabierto.
Eustaquio había superado las expectativas que el ser depositó en tan lóbrego
lomo humano. El individuo, sin ninguna compasión ni medida, aumentaba el
perímetro del pozo y ahondaba en una tierra cada vez más árida. Aunque el
duende procuraba hacerse escuchar, y mostraba joyas y diamantes al trabajador
para que cesara en su empeño, el voluntarioso zapador continuaba
consumido por la actividad con pico y pala. Por fin, Eustaquio, al que todos
conocían como el sordo del pueblo, exclamó eufórico: “¡Al fin hallé mi
moneda!”. Entre los dedos el hombre sostenía una pequeña onza de plata. Con
pasión de inmediato la depositó en su bolsillo. Entonces, el duende comprendió
que Eustaquio jamás le había escuchado, y que los trabajos nada tenían que ver
con su oferta. Aunque para cualquier otro, la pérdida de los innumerables
tesoros que el duende le prometió hubiera sido motivo de tristeza, en el caso
de Eustaquio, que durante todo ese tiempo sólo persiguió una onza de plata
herencia de su abuelo, la resolución del conflicto le pareció fruto de la buena
fortuna.
XCIII
El árbol se mantenía imperturbable durante un
temporal, en la estación desecada, o bajo un enjambre de lluvia. Sus ramas se
curvaban con generosidad, con la misma belleza que ofrece la visión de una
mujer con la espalda ligeramente inclinada por el peso de sus pechos. Los
frutos del árbol satisfacían a los monos que habitaban durante algunas
temporadas bajo su protección. En cambio, los humanos sabios apreciaban sus
raíces y las tomaban con mesura. Los frutos jugosos y las benéficas raíces
atrajeron a un cuervo aventurero. Tras comprobar en sus plumas las delicias
extendió por los cuatro puntos cardinales la noticia de la sabiduría y candidez
del árbol. Muy pronto cuervos llegados de todas partes se instalaron en su
copa. Los picos crueles de las alas oscuras expulsaron a los divertidos monos.
Los cuervos se atiborraron de frutos, se hacinaron en las ramas hasta
partirlas, sanaron con las raíces, para tomarlas después sólo por precaución,
y, con la discreción de lo aparente, el hogar sabio de savia comenzó a morir.
Cuando terminó el ciclo, los cuervos rebosantes exhibían sus panzas llenas. Una
vida de ignorancia les había llevado hasta la pereza. Aunque el árbol murió
todos los cuervos permanecieron sobre sus restos hasta que languidecieron
inmutables. Para los monos, entretanto, la noticia de la decadencia del árbol
fue motivo de tristeza.
XCIV
El ejército alcanzó la cumbre de la meseta. Todos
sonreían satisfechos. El sol despuntaba con la incertidumbre de la molicie.
Entonces el mandamás proclamó. “A continuación, extraeremos los bocadillos de
las mochilas y ejecutaremos la
actividad del almuerzo antes de continuar la marcha”. Después de tantos días de
paseo al grupo deseaba alguna novedad culinaria. El mandamás mantenía la mirada
fija en el horizonte y en la luz que, con lentitud, encendía su rostro como si
se encontrara en el fondo de una hoguera. Aquel cuadro despertó la imaginación
en los soldados. Una vez que el grupo se hubo comido al mandamás ya no sabían
qué orden esperar, y se instalaron en el valle donde fundaron una ciudad
próspera. En lo que pronto fue la plaza del pueblo levantaron una estatua
ecuestre del mandamás, al que, para postre, designaron padre y fundador de la localidad. Por algún
motivo que ignoraban. para los descendientes de estos primeros pobladores, la
contemplación de la figura del supuesto explorador era motivo de una alarmante
tristeza.
XCV
El gigante sonreía con la enormidad del
bobalicón. Cuando los soldados le alcanzaron se carcajeó. Los hombres le lanzaron
piedras con sus hondas, le dispararon flechas con sus arcos y le clavaron
espadas con sus manos. Mientras, el gigante se revolcaba de risa por el suelo y
barría, con su inconsciente comportamiento, a los caballeros y soldados que
pretendían matarle. Finalmente, uno de los arqueros, que se había mantenido a
distancia del combate, espetó al gigante: “¿Por qué te ríes si intentamos
asesinarte?” El coloso dejó de reír, con el rostro desencajado musitó las
siguientes palabras que, con su aliento, provocaron un temporal: “¿A eso
veníais?”. El descubrimiento de tal revelación fue para el sabio gigante
motivo de tristeza.
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