Motivos de tristeza, (XVIII)
Motivos de tristeza
LXXXVI
¡Cómo baila claqué ese tocino, Dios mío, qué
elegancia, qué presura y qué apresto! Desde Brasil, desde Irlanda, desde
Pozuelos de Quiroga, desde Alpedrete de la Sierra, miles de curiosos y turistas
acudían a la capital en manadas para contemplar maravillados, y con ojos
boquiabiertos, las excelencias de las que todos los diarios escribían, de la
que hablaban los canes, los bedeles, los oficinistas, los locos, los muertos y
los diplomáticos. Durante dos horas de espectáculo el tocino danzaba y
gesticulaba acompañado por la mejor música y bajo las voces incomparables de
Fred Astaire y Al Jolson. Durante el intermedio, por medio de un concurso, se
elegía a una señorita del público para que fuera la pareja del tocino en el
baile final. En ese momento de apoteosis salían a relucir las navajas, las
llaves inglesas, las ganzúas y las tijeras. Las doncellas recatadas se
convertían en asesinas, y se abrían paso entre el público moviendo la muñeca
con especial habilidad, para que su arma blanca desechara al azar al mayor
número posible de candidatas. Nadie sabe a ciencia cierta los triunfos que alcanzó
ese tocino. Portadas en prensa, especiales de navidad en televisión, giras
mundiales sobre los mejores escenarios del mundo… En fin, si tuviera que
enumerar las satisfacciones que brindó ese tocino a su público durante largos
años ni todo el mundo bastaría… ¿Entonces por qué se lo comieron en
nochebuena?, preguntó el comisario. A lo que respondió el detenido: "No me
pregunte esas cosas, no comprende usted, señor decomisariado, que los recuerdos
de mi amado tocino son para mí motivo de tristeza".
LXXXVII
La mano derecha de ese hombre obraba milagros. Su
fama impulsaba a muchos peregrinos, caballos, niños e, incluso,
sorprendentemente, a ciertas mujeres con fama de casquivanas, a sortear
montañas, riscos y peñas para entregarse, siquiera frugalmente, a una de las
bofetadas de ese hombre. “Das hostias de padre, padre”, sus niños rugían. “¡Qué
reveses tan equilibrados!”, suspiraban las viudas más alegres. “¡Con cuenta
gracia perfila su vuecencia los cinco dedos con un sólo mandoble de palma
en nuestras mejillas!”, los hombres comentaban. Y a ese hombre, a ese
párroco vocacinal sin hábitos, el repartir guantazos le hacía feliz, al tiempo
que brindaba sosiego y ventura a sus vecinos y familiares . “Tras sus hostias
sentimos la plenitud”, los peregrinos suspiraban. "Y eso sin
estudios", replicaba el sabio recitador de sopapos. Una noche de mayo,
mientras el “hostiador” entregaba su talento a la muerte violenta de una mosca
primeriza, la mano se le desprendió del cuerpo a la altura de la muñeca. El miembro
cruzó el horizonte para luego desaparecer en un lugar indeterminado del limo.
¡Cómo lagrimeaban los peregrinos al día siguiente! Y es que la desaparición de
los sopapos sublimes de ese hombre fue un motivo de tristeza universal.
LXXXVIII
Nadie recordaba ya la causa por la que el barquero
se pasaba los días mano sobre mano, apoyado en su pareja de remos podridos,
medio adormilado, siempre en la misma orilla. Sin embargo, todos los habitantes
del pueblo sabían vagamente que la norma aconsejaba no proponerle ningún trato
al sujeto que, paciente, aguardaba la llegada de alguien que pretendiera
alcanzar el otro lado. Los más jóvenes, y menos templados. pusieron en duda las
certezas de sus mayores y decidieron cruzar el río en el bote del insepulto
anciano. Se embarcaron Loreto y Enrique, los de mayor audacia y menor seso. El
barquero clavaba los remos en el agua con una energía inusual. La pareja
sonreía y se dejaba deslumbrar por los brillos de las aguas y la fortaleza del
remero. Cuando los muchachos alcanzaron la otra orilla el anciano les solicitó
un salario. Ellos estaban dispuestos a cederle el doble de lo que les pidiera.
Pero la pareja ignoraba que el barquero exigiría la vida de ambos como precio.
El descubrimiento de lo que todos sabían, pero no recordaban, fue para los
habitantes del pueblo motivo de tristeza.
LXXXIX
Aquellos dedos sabían más de la mano de la que
formaban parte que cualquier médico, amigo, amante o instrumento. A veces, la
extremidad exigía a los dedos que rodearon el pomo de una puerta, pero ellos se
retorcían y formaban un amasijo de cáscaras de huevo inútiles, y así ofendían
tanto al que enunciaba la orden como a las leyes de lo pragmático. Con el
tiempo los demás elementos del organismo imitaron a los dedos. El cuerpo se
movía como una ciudad, con sus teatros, sus remos y sus barcos, con su
vaivenes, sus ciudadanos de orden y sus crápulas. A pesar de la barahúnda
aparente el cuerpo sentía, tanto en la conciencia como en los extremos físicos,
una libertad absoluta. El médico, indignado, se negó a reconocer esa extraña
forma de organismo. El cuerpo y la boca decidieron comunicarse: “Aunque todo
parezca caótico ningún elemento de organismo ha desatendido su función”,
argumentaron. Pero el doctor repetía: “De ninguna manera. ¡Esto es la
anarquía seminal!”. Tras unos meses de alivios eléctricos los dedos se tornaron
obedientes, la boca solo respondía a las ordenes y las piernas dejaron de
trepar por las paredes. Todo obedecía en el cuerpo, sin embargo, al individuo
le aquejaba una melancolía incierta, como la que se apodera de uno cuando se
sabe de la muerte de un conocido. Todo el orden, desde ese día, fue para el
sujeto motivo de tristeza.
XC
“Si he cumplido con las normas, si he superado los
objetivos, si me he golpeado la cabeza contra la pared cuando me lo han
exigido, si he predicado que la carrera de obstáculos era esencial para
alcanzar el triunfo, si he saltado sobre animales y carretas, si he aplastado
al que me superaba en la estampida, si me he almidonado el cuello de las
camisas hasta casi estrangularme, si me he mecido en la dirección que mejor me
arrullaba sin preocuparme por el viaje, si he cumplido con las normas que se me
impusieron, ¿por qué escamotean mi premio?”, preguntó desesperado el número
uno. Los demás le contemplaban con lástima. Él creyó haber vencido porque
tropezó en todas las trampas. Y los demás números se preguntaban: “Cuando ese
número comprenda que es superior, pero también igual a nada, ¿la certeza del
tiempo perdido será para él motivo de tristeza?”.
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