Motivos de tristeza, (XV)
Lienzo de Rubens |
Motivos de tristeza
LXXI
Algunos afirmaban que aquellos frutos eran hombres, otros aseguraban
que eran gigantes o, quizá, incluso dioses. “La indeterminación no intervendrá
en este mundo”, decidió el padre mientras se entregaba a su primer bocado. En
tanto se comía a sus hijos lloraba a cuerpo de rey. Las lágrimas vertebraron
con tanta fluidez y cantidad la estancia, que a punto estuvo el glotón de morir
ahogado. Los que sin duda fallecían eran los infantes, a los que el devorador
masticaba con saña. Aunque el agua salada del lagrimeo caníbal le llegaba al
cuello, Saturno no cejó en su desmesurada merienda. Después el tiempo se ocupó
de juzgar al mundo antes de la eternidad. Y este asunto, ¿fue motivo de
tristeza para los hombres o para los propios dioses?
LXXII
Juan “sin miedo” se aproximaba con una amplia
sonrisa a las grúas, los elevadores, los crujidos nocturnos e, incluso, a los
concejales y las aves de rapiña; de ahí su apodo. Los aldeanos probaron con
fuego (en la plaza del pueblo le dejaron arder en las tripas de una hoguera
durante semanas), con agua (atado de pies y manos lo lanzaron al mar desde un
acantilado). Sin embargo, Juan siempre reaparecía indemne y con una risita en
los labios. Incluso el obispo del lugar se disfrazó de diablo con el propósito
de calzar el temor en el incólume joven. Pero el desdichado obispo sólo
consiguió que su víctima le invitara a chocolate y aguardiente. Todos estos
sucesos motivaron la reunión urgente del órgano dirigente de la aldea. Tras
pronunciamientos de enjundia, los ancianos espetaron: “¡Esto es una vergüenza!
¡No podemos seguir así!”. La decisión de los sabios fue inapelable. “Sólo queda
una cosa por hacer: los matarifes descuartizarán a Juan ‘sin miedo’ y lanzarán
a los tocinos sus restos”. Las sonrisas indelebles que los puercos ostentaron
hasta el día de su muerte fueron motivo de tristeza para los que participaron
en el crimen.
LXXIII
Los invitados comían con las manos y exhibían con
ostentosidad acartonadas caretas de tocino. Mientras, Pulgarcito saltaba
de plato en plato para evitar ser devorado por los voraces convidados. De
pronto, una mujer señaló al pequeño saltimbanqui y gritó: “Ahí está Pulgarcito,
ahí está. Tirad los emparedados y las ciruelas. ¡Fijaos cómo vuela!”. Las
caretas de tocino se golpearon unas a otras para alcanzar el suculento
galardón. Los ancianos se relamían, las mujeres se atusaban el flequillo y algunos
animales, que se habían escapado de la cuadra, golpeaban con ferocidad los
rostros de tocino. Pulgarcito, desde la seguridad de la lámpara que colgaba del
techo más alto de palacio, realizaba gestos obscenos y mostraba las nalgas a
los presentes. Para sorpresa de los comensales una marmota, desde los lomos de
una vaca, ejecutó un salto con voltereta y engulló de un bocado al pequeño
infante. La pérdida del trofeo fue, para los convidados, motivo de tristeza.
Por cierto, tanta ira despertó en las caretas de tocino este suceso que, a
golpe de uñas, asesinaron al animalito vencedor. La vaca, al parecer, huyó como
carne perseguida por matarife.
LXXIV
Doña Cova Rubias conservaba una elevada y
vertiginosa opinión de sí misma. “Mi vida diaria está rodeada de sucesos
apasionantes”, ella repetía a las personas y cosas de su entorno. Por las
mañanas trabajaba con la aquiescencia altiva de quien lo hace para solazarse,
sin ninguna urgencia, sin los grilletes atávicos que impone la necesidad. Entre
sus compañeros de oficina repetía: “Me ocurren accidentes maravillosos, me
circundan la aventura y lo inesperado por doquier”. Y, en efecto, así era. Doña
Cova Rubias se levantaba a las siete de la mañana, se duchaba, mordisqueaba una
tostada, absorbía por vía anal su café con leche con la bravura de un toro
hambriento, eructaba hacia el silencio con el rubor de una señorita bien
educada, se lamentaba durante ocho horas frente a una computadora, regresaba a
su casa sin detenerse en los semáforos, aunque se destetaran con el color
encarnado; zurcía calcetines para distraerse, tomaba chocolate con sus amigas
para olvidarse del tiempo, mantenía una dieta para apaciguar sus
remordimientos, comía para distanciarse de la muerte y se sacaba los mocos para
entretenerse. Se rumoreaba que, en cierta ocasión, mientras visitaba el
cementerio de la ciudad, algunos muertos se levantaron de sus nichos hastiados
por su insoportable presencia. Aunque nadie lo sospechaba la certeza de su
impostura era para ella motivo de tristeza.
LXXV
El gorila aseguraba en que su imagen se
correspondía con la de Dios en la tierra. Aunque los humanos aceptaron de buena
gana esta posibilidad, por su aparente bondad, sus buenas maneras y lo
intachable de su peinado, los dioses mantuvieron cierta distancia respecto al
autoproclamado “imagen viviente de Dios”. Como durante años nadie halló motivo
alguno para dudar de la certeza de las palabras del gorila, varias generaciones
de dioses y hombres rindieron veneración al primate con mayor o menor
sinceridad. El recelo de todos se disipó el día en que un niño, en un descuido,
propinó un pisotón en el dedo índice del pie derecho a “la imagen de dios sobre
la tierra”. “Maldito desgraciado. ¡El daño que me has hecho! Así te caiga
encima un rayo que te ciegue de por vida”, exclamó el gorila, al tiempo que
propinaba una sonora bofetada al desprevenido chiquillo. El derrocamiento y
escarnio del primate fue para sus ortodoxos seguidores motivo de tristeza, sin
embargo, lo sucedido no dejaba ninguna duda respecto a la pobreza espiritual de
la destronada deidad.
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