Motivos de tristeza, (XIV)




Motivos de tristeza


LXVI
La momia se negó a retirarse la venda de los ojos. Guiada por la intuición y por el instinto realizaba sus tareas cotidianas: compraba el pan, merendaba tostadas integrales e, incluso, leía el periódico; aunque, en verdad, las noticias procedían más de su fantasía que del diario. Los arqueólogos, conservadores del museo y turistas le repetían hasta la afonía:”Anda, arráncate las vendas, así verás el mundo, las cordilleras, las rodillas de las muchachas y sus afluentes”. Normalmente, la momia respondía a esta invitación con gestos procaces. Pero una mañana, tras un sueño inquieto, la momia se arrancó la venda de los ojos. Con las cuencas vacías de sus ojos contempló en derredor las maravillas que le habían asegurado encontraría en el mundo. Pasados unos minutos ocultó de nuevo la visión bajo el lino. “¿Por qué te has tapado los ojos otra vez?”, le preguntaron las criaturas que a su alrededor se agitaban con inquietud. “No he visto nada en el mundo que supere en interés a lo que contemplo con los ojos vendados”, respondió la momia. A la mayoría tal afirmación les pareció una excentricidad. Por fortuna unos pocos hubo que comprendieron las palabras pronunciadas por la momia; para estos la realidad, desde entonces, se les antojó motivo de tristeza.



LXVII
Aquella mujer se atusaba los cabellos noche y día; durante el atardecer y el alba. Los pescadores, cuando regresaban del mar, se asomaban a su ventana y la espiaban, mientras ella, de espaldas, frente a un espejo de ébano que apenas reflejaba sus facciones, se lamía los cabellos. Durante el carnaval, los pescadores en la playa se peleaban por la mano de la joven peinadora, y, aunque el vencedor solía distinguirse por su belleza y robustez, ella, inmutable, año tras año, desde la penumbra de su alcoba, rechazaba al vencedor de las justas en tanto se mordisqueaba el cabello. Todo cambió cuando un extranjero llegó al pueblo y tuvo noticias de la misteriosa dama. Sin pensárselo dos veces, el desconocido lanzó al interior de la casa de la muchacha su caña de pescar, con el anzuelo le atravesó el cuero cabelludo y la arrancó de la vivienda a golpe de sedal. Todo el pueblo se reunió alborozado en torno al suceso. Pero el rostro de la mujer, siempre adornado por la semiobscuridad, a plena luz del día se confundía con el aspecto de un atún: labios gruesos y escamas con olor a sal. Entonces, todos los muchachos del pueblo se abalanzaron sobre la doncella con cuchillos, tenedores y toda clase de objetos punzantes. Primero la destriparon y después se la comieron entre el alborozo popular, no, sin antes asarla en un delicioso sofrito típico de aquellos contornos. Sin embargo, para el descubridor del pez gigante, aquel jolgorio fue motivo de tristeza, puesto que, en definitiva, los habitantes del lugar no le reconocieron su talento ni le permitieron, por su condición de forastero, siquiera un bocado del potaje.




LXVIII
Aunque estaba muerto aquel hombre corría, bebía, se disfrazaba de rey mago para sorprender a la chiquillería y vivía en su pueblo como uno más. Las alcahuetas, los funcionarios y otras gentes semejantes de mal vivir, de esas que introducen sus nauseabundos hocicos en las casas ajenas, pronto se sintieron alarmadas. ¿Y si todos los muertos optaran por vivir en lugar de quedarse mudos y quietos en los sepulcros? ¿Y si los cadáveres siguieran el ejemplo de este vecino muerto y habitado? Pronto se organizó una liga de prostitutas decentes, al tiempo que de sátiros mártires, con la intención de presentarle al muerto saltimbanqui tales pesquisas vecinales. El difunto escuchó con atención los razonamientos del comité. Cuando los representantes del pueblo callaron, el muerto tomó la palabra: “Precisamente sobre tales cuestiones departía ayer en el cementerio con mis semejantes”. En unos segundos el poblado fue ocupado por los muertos que durante años, siglos y milenios habían dormido mansamente bajo la colcha de la tierra. La expulsión de los vivos fue motivo de tristeza para los cadáveres, pero, al tiempo, también se preguntaban: “¿Acaso podríamos haber solucionado el problema de otra manera?”.



LXIX
El doctor inspeccionó el cuerpo. A pesar de sus esfuerzos no consumó con éxito los primeros pasos de la momificación. “Quizá sea por la edad”, se preguntaba el buen médico.”¿Habré perdido la agilidad de mis manos, de mis dedos, la sensibilidad de mi piel y mi intuición?”, se interrogaba a sí mismo. La carne sobre el sagrado túmulo se deslizaba sin remedio. Pensaba el buen doctor en esos peces que parecen trasparentes de lo rápido que huyen de las manos, incluso después de muertos. “¿El instrumental sagrado habrá perdido su firmeza, su filo y gracejo?”, se decía para sí mismo el artesano de la medicina. Sintió como si unos manotazos le golpearan en las muñecas y le obligaran a desarmarse. El instrumental se rompió contra el suelo. El médico revisó los anclajes del cadáver. Oró durante unos minutos a los dioses y se preguntó si estos le habían abandonado sin remedio. De un tajo certero el médico abrió en dos partes el cadáver como si se tratara de una fruta podrida. Entonces se oyó un aullido lastimoso. “¡Caramba! El faraón todavía estaba vivo”, pensó tras interpretar el sonido con esa sustancia que emplea nuestro cerebro para descifrar ruidos intrascendentes. Aquella anécdota, desde luego, no se filtró a la familia ni a los sirvientes, para los que la muerte de su señor fue motivo de tristeza. Por cierto, el faraón fue enterrado con todo lo previsto según el ceremonial.



LXX
Doña Calandria Cantahueso, poetisa de afamado renombre regional, presentó su nuevo libro entre la algarabía de chiquillos y cabezudos. Por turnos, todos los poetas y hombres de honor la besaron en las nalgas, ritual que antaño se rumoreó practicaban las brujas con el diablo para demostrarle su veneración. Ya que la poetisa también se jactaba de sus dotes como pianista amenizó a los presentes con un concierto para teclado y trompetilla sorda, a modo de festejo por la edición del nuevo volumen, al que la autora encasillaba, sin ser jugadora de ajedrez, en el género inverosímil de memorias. En ese monstruoso libro, con más de 12000 páginas, únicamente figuraba la palabra “somormujo” impresa del derecho, del revés y de canto. En secreto, es decir, en silencio, los presentes cavilaban: “¡Qué lástima que esta mujer haya vivido tanto! Aunque sólo fuera para ahorrarnos la mitad de las páginas…” Cantahueso se arqueó frente al rígido teclado. Sus manos iniciaron en el aire pequeñas algarabías abstractas. Los precavidos soportaban el exabrupto con una sonrisa congelada, gracias a los dos kilos de cera que les cegaban los oídos. Según refiere la leyenda, un revólver apareció fugaz durante la fuga de una pieza para piano y durante la de algunos de los oyentes mártires. A pesar de tales rumores las crónicas afirman que no sucedió ningún incidente. Con excepción, claro está, de la inusitada aparición de Chico Marx en el escenario, que apartó a doña Calandria del piano, tras acariciarla con un valiente empujón que dejó a la señora sentada en el suelo frente a un instrumento imaginario. Cuando pasada hora y media la anciana descubrió el engaño insistió en recuperar su posición privilegiada. Tras la exhibición de un auténtico virtuoso del piano, como lo era el señor Marx, el retorno a la desgreñada interpretación de la poetisa fue, para todos, motivo de tristeza. De todos modos, los presentes se consolaron pensando que la torpeza de doña Cantahueso como poeta superaba incluso a sus limitaciones como pianista.

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