Motivos de tristeza, (IX)
Motivos de tristeza
Las veleidades del cazador del cuento XLV permitieron al lobo comerse a Caperucita Roja. |
XLI
El enterrador por las noches volvía sobre las tumbas recientes y
perfeccionaba su trabajo. Sin la presión del público, siempre tan exigente como
caprichoso, el eficiente artesano repasaba los bordes de la fosa, golpeaba la
tierra en puntos estratégicos con su pala, escanciaba perfumes delicados y
escasísimos sobre la sepultura, retiraba piedrecillas molestas que afeaban la
tumba, en definitiva, se preocupaba por la imagen que el finado transmitía a
sus fieles. Después el enterrador permanecía en silencio unos minutos, y
escuchaba las oraciones que los muertos pronuncian desde lo más recóndito de la
noche. A veces los cadáveres le dirigían la palabra. Entonces el enterrador
mantenía conversaciones intensas con los difuntos sobre sus vidas, la
indeterminación cuántica, el trauma del padre en la obra de Shakespeare, o la
resolución de problemas logarítmicos… Un día infortunado el ayuntamiento
instaló nichos en el cementerio. Cuando el enterrador descubrió que el estado
le exigía que archivara los cadáveres cual si fueran facturas se preguntó por
el futuro de su profesión. El mal llamado “progreso”, “el mal de archivo” y el
instinto burocrático fueron, por tanto, para este apasionado de su trabajo y de
las buenas costumbres, motivo de tristeza.
XLII
El profesor con una palmeta golpeaba a sus alumnos en las nalgas. A
cambio de tales atributos unos infantes lloraban desconsolados, otros se
arrancaban el cabello a puñados, pero todos ellos, sin excepción, se
ensangrentaban las rodillas al magullarse contra el suelo mientras solicitaban
del educador clemencia, fraternidad y formalidad. “A cachiporrazos os mostraré
la solidez de la materia, aunque algunos físicos “modernos” promulguen lo
contrario”, repetía una y otra vez ese ejemplo de educador furibundo. Y, en
efecto, con todos los alumnos lisiados el profesor pronunció la grave
sentencia: “A pesar de estas pruebas vitales y dolorosas la solidez de la
materia sólo es aparente”. Para los alumnos fue motivo de tristeza el comprobar
que habían sufrido sin razón alguna. Por tanto, tras unos segundos de
reflexión, los niños lanzaron al profesor por la ventana. “¿Acaso la muerte no
constituirá también una apariencia?”, se preguntaron los meditabundos infantes.
XLIII
El físico anotaba la longitud, altura y profundidad de las mesas, las
puertas, los peldaños de las escaleras, los aparadores, los armarios y los
televisores. Obsesionado por la medición de pesos, medidas y tamaños el buen
hombre se internó en la búsqueda de la menor unidad de la materia. Para
lograr su propósito se sirvió de la tecnología, de pequeños telescopios y
de gigantes microscopios que acercaban las distancias y navegaban por las
partículas elementales. Por aquel entonces el físico ya no empleaba para tales
menesteres el metro de madera que había heredado de su padre, sastre de
profesión. En su constante obsesión por medir, calcular y pesar las proporciones
se inmiscuyó en los corpúsculos de la luz. Entonces comprobó que su persona
modificaba el resultado de sus observaciones. Por tanto cualquier medida recaía
en lo improbable, al tiempo que se tornaba imposible un atisbo de
certeza. Aquel hallazgo fue para el enconado medidor motivo de tristeza.
XLIV
El soldado recorría las montañas y los mares con una rapidez inusitada.
Desde que se desplazaba montado en unos patines todo camino le parecía corto.
De este modo el soldado apenas disponía de tiempo para enfrentarse con sus
enemigos. Cuando le parecía distinguir algún uniforme de sus oponentes entre la
maleza disparaba por compromiso, a toda velocidad, al azar. En ocasiones
algunos oponentes, que ya le conocían de otros encuentros, le saludaban con la
mano, ni siquiera se molestaban en atacarle. El soldado agradecía ese gesto de
compañerismo de sus adversarios y lo celebraba lanzándoles el refrigerio que
guardaba en su mochila de campaña. Por desgracia, este grácil hombre en un
descuido se introdujo en una ciénaga. “La velocidad no me sirvió de nada”,
suspiró mientras le engullían las arenas movedizas. Los patines flotando
eternamente sobre el cenagal, como unos hijos gemelos y huérfanos del soldado,
para quienes conocían esta historia fueron motivo de tristeza.
XLV
El joven e inexperto cazador durante sus batidas entonaba la siguiente canción: “Lobito, lobito, ¿dó guardas tu hato?”. Por algún motivo ignoto el muchacho creía que esta tonada le aseguraba la presencia de la temida y ansiada presa. El rústico vocalista jamás abatió a un lobo con este método, sin embargo el entrenamiento constante le permitió mejorar sus resortes vocales. Pronto este imberbe joven se hizo popular en todo el condado gracias al timbre de su voz. Hasta tal punto llegó su fama que muchas personas caminaban centenares de kilómetros con el único fin de escuchar sus serenatas. El intrépido cantante aconsejado por un vecino, bizco de nacimiento y cojo de tardía adquisición, decidió probar suerte en el terreno de la música lírica. Tras su debut como galán en la zarzuela “Te maté con unos lirios que confundí con tu cabellera” logró una exagerada popularidad. Con el tiempo el cantamañanas mejoró su técnica vocal y llegó a presentar “Aída” en “La Scala di Milano”. A pesar de sus éxitos como cantante, el muchacho se entristecía cuando recordaba su truncada carrera de cazador. Por ese motivo, una tarde, el joven se presentó con una escopeta en el teatro y disparó contra toda persona que se le puso a tiro. Aquel infortunado accidente fue motivo de tristeza para los admiradores del intérprete, en especial, para los que murieron víctimas de un arrebato tan indisciplinado como imprevisto.
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