Motivos de tristeza, (VIII)
Busto del filósofo Antístenes. Taller Cavaceppi. Finales s. XVIII. Yeso |
Motivos de tristeza
XXXVI
El bedel me esperaba en el umbral del templo.
Observé cómo sujetaba las correas de los perros. “¿Vienes a consultar al
oráculo?”, inquirió mientras en el rostro le bailaba su único ojo de limo.
Apenas asentí con la cabeza me empujó al interior del laberinto y, de
inmediato, liberó a los podencos. Comenzé a correr en dirección a ninguna
parte. Mi entrecortada respiración no apagaba los ladridos, ni los sonidos de
la persecución. Por fortuna, no me vi obligado a desandar el camino. Aún así estuve
próximo a precipitarme por un abismo, pero me percaté a tiempo del peligro; el
impulso de mi carrera me permitió saltar el obstáculo. Por desgracia, los
perros corrieron peor suerte y desparecieron por el hueco del ascensor. Cuando
alcancé el centro del laberinto me esperaba el bedel. Me obligó a partir al
tiempo que me encendía el cuello a pescozones. Desde entonces, en la entrada
del templo aguardo un descuido del portero para escabullirme de nuevo dentro
del laberinto y recuperar mi posición. Sólo me consuela que para el guardián la
desaparición de las mascotas fue motivo de tristeza.
XXXVII
Durante mi sueño la bestia bebía de mi arteria
carótida. Al animal le facilitaba el trabajo que su lengua poseyera una
sustancia viscosa que impedía la coagulación del plasma. A la mañana siguiente,
la disminución de mis fuerzas me impidió realizar mis actividades cotidianas:
comer manzanas, rondar los cementerios, mantear a los conductores de los
transportes públicos y practicar el canto libre en las puertas de los
ministerios más concurridos. Una noche, mientras simulaba el sueño, percibí un
ligero soplido en el cuello; extendí mis manos para atrapar al agresor. Cuando,
tras una lucha encarnizada, logré inmovilizar a la bestia descubrí que era mi
padre. “Hijo mío, me susurró, ¿no te apiadas de tu pobre progenitor muerto y
pulcramente afeitado”. Luego el ser se carcajeó con una voz metálica y rotunda.
La bestia simuló que el incidente era para él motivo de tristeza, aunque ambos
sabíamos que aguardaba un descuido mío para abalanzarse, de nuevo, sobre mi
cuello.
XXXVIII
Llegué a la altura del río donde el hombre-bestia
introducía la cabeza de los viajeros en el agua. Los peregrinos guardaban una
escrupulosa fila. Si alguien intentaba colarse el hombre-bestia lo estrangulaba sin contemplaciones. Cuando
llegó mi turno le pregunté por el reino de los cielos y también por la
presencia inmanente del fuego divino. El furioso personaje, sin pronunciar una
onomatopeya, me tomó por los
hombros y me sumergió la cabeza en la corriente. El hombre-bestia me ahogó en
las aguas, me levanté transfigurado. En mi mente se establecían extrañas y
peculiares correspondencias entre lo sagrado y lo profano. Comprobé que mi
nueva realidad carecía de motivos de tristeza.
XXXIX
Me aferraba con pujanza a las crines del Centauro.
Llevábamos toda la noche en camino y el cansancio se traslucía en nuestros
ojos. El Centauro a veces me decía: ”Las huellas sólo se generan si existe un
sendero”. Durante el viaje salieron a nuestro encuentro algunos hombrecillos
que nos agredían con piedras y lanzas. El Centauro, mientras disparaba sus
flechas, manifestaba: “Nos asaltan porque nos temen. Nos temen porque nos
envidian. Nos envidian por lo insignificante de su tamaño.”. El Centauro no se
refería a sus estatura, sino a la altura de aquellas mentes amparadas por el
rencor y la envidia. Cuando alcanzamos nuestro destino descendí del lomo de mi
amigo. Entonces comprendí que el Centauro exhalaba su último suspiro. Me
pregunté si el triunfo justificaba la muerte a manos de la mediocridad. Para mí
la contemplación del cadáver del Centauro fue motivo de tristeza.
XL
Mientras el filósofo se arropaba con libros alguien
escribió la palabra ”elitista” en la fachada de su casa. El filósofo leía,
separaba la pátina de la arenilla y repartía por las estanterías los conceptos
que brotaban de su saliva, de las heridas dolorosas abiertas en su pecho y en
su cabeza. Entre tanto, la turba comía paella en platos de plástico mientras
transitaba por el paseo marítimo; los niños se colocaban cucuruchos de helado
sobre la cabeza y se bañaban con las tripas abiertas para refrescarse más y
mejor; las mujeres recitaban una y otra vez la palabra “glosopeda”. El filósofo
descubrió que la realidad se formaba con el espíritu de la apariencia y que el
pensamiento se acunaba en la indeterminación, que no en la relatividad. Los
peripuestos y encopetados ciudadanos, como vándalos inspirados por el orgullo y
la ignorancia, se calzaban los pies con cuadros, se comían el papel de los
libros en las ensaladas, se llenaban la boca con los excrementos del arte: a
los que algunos atribuían el adjetivo de “popular” y otros la categoría de
“modernidad”. El filósofo se asomó a la ventana y descubrió que los asaltantes
no conformaban un grupo determinado, ni siquiera se circunscribían a la majada
de un partido. Y el hallazgo de la uniformidad en la estupidez para el filósofo
fue motivo de tristeza.
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