Motivos de tristeza, (VI)

Ejemplo de estilita seguido por Doña Berenguela




Motivos de tristeza

XXVI
Doña Berenguela se retiró al desierto donde, siguiendo el modelo del estilita, se posó sobre una columna. Desde las alturas ella mostraba los pechos y las nalgas a los curiosos que se aproximaban a su retiro, mientras les gritaba: “Todo es uno y ninguno. La realidad no muta ni se transmuta, la realidad se fija en la pared de la apariencia. A todo cerdo le llega su San Martín. Entre dos espacios, la eternidad”. Entre los fieles que se acercaban a escuchar sus predicaciones había quien apedreaba a Doña Berenguela, quien se arrodillaba en la base de la columna impulsado por el delirio y el éxtasis, así como el indiferente que no manifestaba sensación alguna. Durante las noches frías del desierto Doña Berenguela deliraba, mientras rumiaba sentencias como éstas: “Lo inmanente participa de lo permanente. En nuestras carnes se materializaba el Verbo y el símbolo del Verbo. Como lirio entre espinas. Donde la nada se transforma en verdad y en eternidad. La nobleza del espíritu que se mantiene desasido es tan grande que cualquier cosa que vea, es verdadera y cualquier cosa que pida, le está concedida”. Cuando el sol alcanzaba su punto más alto Doña Berenguela bailaba y se contoneaba, al tiempo que evitaba tragarse las moscas que la rodeaban por respeto a San Narciso. Durante uno de esos delirios Doña Berenguela sufrió un golpe de calor y se transformó en San Juan Bautista. Aunque la barba incipiente surgida de golpe en el rostro de Doña Berenguela, hasta ese día delicado y suave, agradó a los fieles, para su portadora fue motivo de tristeza.

XXVII
 A Gustavo se le desprendían las orejas de la cabeza y emprendían la huida por su cuenta. El pobre muchacho se veía obligaba a correr tras ellas, a buscarlas bajo las estanterías, en las esquinas de las máquinas tragaperras y a utilizar extraños cebos, como sonidos extremadamente agudos, para recuperarlas. Lo peor sucedió cuando las orejas se introdujeron en un corral de gallinas. Los animales se las probaron, las picotearon y se orinaron sobre ellas. Quedaron las extremidades en tan calamitoso estado que a Gustavo le provocaba nauseas el contemplarlas y el plantearse la devolución de las mismas a su lugar de origen. Tras agudas meditaciones el sufrido oyente decidió ponerlas en venta. Finalmente, tras despedir a cientos de aspirantes, el desorejado decidió traspasar tales apéndices a un violinista, miembro de una orquesta sinfónica de renombre, que había perdido su oído musical. Gustavo, algo inquieto por el vacío que ahora sentía en los extremos de su cabeza, se cosió en esa parte insegura de su rostro unas conchas de mar, que fueron la envidia de todos sus amigos y conocidos. Por desgracia, una mañana, mientras dormía junto al mar, durante ese periodo estival que suele identificarse con las vacaciones veraniegas, un niño sustrajo al pobre Gustavo sus orejas-caracola, lo cual, como el lector ya supondrá, fue para el desorejado motivo de tristeza.

XXVIII
Anacleto se convirtió en ejemplo de castidad y continencia tras la lectura del piadoso libelo que narraba la conversión al cristianismo de Claudia Procula, esposa de Pilatos, texto muy estimado entre los primeros cristianos. El piadoso abandonó todo contacto con su esposa, siguiendo el ejemplo de la catequizada Claudia quien, en la obra referida, se niega a ayuntarse con su marido como demostración extrema de pureza y rigor. Entre tanto, la esposa, incapaz de discernir los motivos aducidos por el catecúmeno, tentaba todas las noches al abstinente Anacleto con posturas procaces y voces promiscuas. Sin embargo, el casto permanecía fiel  a sus aspiraciones, mientras se acariciaba con intemperancia el cilicio que le rodeaba el muslo. Transcurridos unos meses Anacleto comenzó a experimentar visiones sorprendentes en las que aparecían diversos santos, ángeles y arcángeles, todos ellos, según el interesado, impulsados por su constante dedicación. Mientras el virtuoso alcanzaba, a su parecer, inesperadas cotas de santidad, su esposa decrecía, se ajaba y perdía la color al tiempo que la estatura. Así, la señora, para evitar que su marido la aplastara, se trasladó al interior de una botella, donde se acomodó con algunos muebles que le fabricó Anacleto, al que sus amistades definían como persona muy capaz. Una noche, Anacleto, mientras bañaba a su esposa en un dedal, sintió la quemazón de ciertas aspiraciones lujuriosas, justo cuando su dedo índice cubría la desnudez de la consorte. Este instante de ruina, que le llevó a la pérdida de sus facultades visionarias, para el cuasisanto, fue motivo de tristeza y duelo. No tanto para su esposa, que en menos de cuarenta días recuperó su tamaño.

XXIX
 Cuando murió Romero, el panadero del pueblo, su perro se apropió del negocio. El cliente que no resultaba del agrado del animal se veía obligado a pelearse con el can en la plaza del pueblo, como condición inapelable para adquirir siquiera un cuscurro de pan. Cuando se producían tales enfrentamientos los vecinos, hastiados por la calma constante de la villa, se reunían en torno a los contendientes y realizaban apuestas. El señor Isidro, clarinetista aficionado, aprovechaba el ambiente festivo y se lanzaba a interpretar su repertorio durante el tiempo que duraba la pelea. Con frecuencia estos desafíos desembocaban en una verbena improvisada en la que los habitantes sucumbían a la embriaguez. En tales situaciones el can, empujado por el acicate dipsómano de la sensiblería, entregaba barras de pan gratuitas a los vecinos. Un desafortunado día el perro panadero se durmió durante el trabajo, lo que provocó que se incendiara el horno, y por tanto la pérdida del único establecimiento que despachaba pan en el pueblo, lo que fue, tanto para el animal como para los lugareños, motivo de tristeza. Sin embargo, los vecinos, en agradecimiento por el entretenimiento que les había proporcionado el perro durante años, decidieron nombrarle alcalde vitalicio. Y así vivió feliz el animal enfrentándose a los oriundos en reyertas emocionantes e improvisadas hasta el final de sus días.

XXX
 Yo vivía donde los muertos habitan, se transmutan y se disuelven en cien mil formas y palabras. En este paraíso mis conversaciones eternas con los espíritus se aguijoneaban con prudencia. Mis contertulios no abusaban de la vanidad, la egolatría y la necedad, salvo si ignoraban su estado de muertos y alegres. En este reino permanecí, entre amables locuciones y llevado por la búsqueda de la verdad, hasta que los difuntos me expulsaron al territorio de los vivos y ajenos. Allí pronto me rodearon gentes que pretendían empujarme a  inframundos terribles, a residencias donde la vida resultaba todavía  menos agradable que en el hogar de los vivos y, desde luego, que en el de los muertos. Los vivos me robaban, bebían de mi sangre, me cargaban de cadenas y me sonreían con dentaduras podridas. Además, mis semejantes disímiles solicitaban mi ayuda con insistencia, con el propósito de establecer un mundo de justicia y paz. Más tarde, los alentadores me confesaron que para materializar tales deseos se esperaba de mí que matara a un dragón. Tras varios intentos de aniquilar a la bestia, que me procuraron algunas costillas rotas y el cráneo quebrado, comprendí que el dragón y las carencias sólo residían entre los vivos. Comparé mi nuevo hogar con el territorio de los exánimes. Entonces tuve nostalgia de las conversaciones y de las palabras pronunciadas en mi antiguo estado. La imposibilidad de regresar al reino de los muertos primero fue para mí motivo de tristeza, aunque al tiempo se transformó en una llama de un azul intenso.

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