Motivos de tristeza, (III)


Virgen de los ojos vacíos de Croacia




Motivos de tristeza

XI

Cornelio, hombre de aficiones austeras, se aficionó a introducir el rostro entre las nalgas de Enriqueta. Ella, mientras su pareja se mantenía durante horas en trance semejante, permanecía impávida, casi sin respirar. Esta situación provocaba en Cornelio un esparcimiento beatífico que le inducía a reflexionar sobre lo perecedero de la vida y sus afluentes. Mientras las nalgas le comían el rostro, él fantaseaba con escenas de banquetes del antiguo Egipto donde, según refiere Montaigne, se paseaba un cadáver, entre los convidados y las viandas, para que nadie olvidara la presencia inmanente de la muerte. Ella, durante las prolongadas sesiones de meditación del caballero, aprovechó para dedicarse a la lectura. De este modo recorrió sin premura, aunque con alguna reincidencia, las obras completas de Tolstoy, Dostoievski, Balzac, Benito Pérez Galdós y José María de Montells. Por desgracia, Enriqueta adoptó la costumbre de leer en voz alta. Cornelio se quejaba de este hecho y la invitaba a que depusiera su actitud: las vibraciones de la caja torácica de su compañera le sacaban de su trance. Pero, como era de esperar, los ruegos de Cornelio no surtieron efecto y la situación, claro está, fue para el sufrido caballero motivo de confusión y de tristeza.

XII


A Blasito, el niño pigmeo, le crecían unas barbas luengas y blancas que le llegaban hasta las rodillas, lo cual, si consideramos su escasa talla, tampoco suponía un vello excesivo. Sus padres, enfurecidos por la negativa del niño a rasurarse, le sometieron a varias torturas: prolongadas sesiones de entrenamiento deportivo, horas de atenta audición de tertulias radiofónicas, la lectura de un eminente escribiente de literatura juvenil, la introducción de cantos rodados camuflados entre las lentejas y, para postre, la obligación de participar en todas las representaciones de zarzuela, en alemán, organizadas por el centro escolar en que cursaba sus estudios el gran pigmeo. A Blasito sus profesores no le trataban mejor que sus padres. A diario el seminario completo del cuerpo instructor del centro docente sometía al alumno a cien latigazos en las nalgas al grito de: “¡Aféitate esas barbas!”.  El niño, a pesar de las presiones, se mantenía imperturbable y respondía a los golpes con máximas de Heráclito, Antístenes, Séneca y San Anselmo. Por una extravagancia de la naturaleza, a Blasito las barbas le aumentaban de manera directamente proporcional a la presión a la que los demás le sometían. Pasados los días Blasito comenzó a ceñirse la melena del rostro alrededor de la cintura, puesto que la desmesura de la misma le impedía caminar. Para dotar a la escena de mayor impacto visual, el niño anudaba unos lazos de colores en el vello que le abrazaba a modo de cinturón. Aquella reiterativa afrenta, así como la insistencia del niño en la lectura de los diálogos de Platón, por aquellos años ya prohibidos por el “corpus académico”, obligó a los padres y educadores a estrangular al niño, algo que para Rogelia, su novia informal, también barbuda, fue motivo de tristeza.

XIII

Mientras sus padres trabajaban por las tardes el niño Nicanor mataba el tiempo jugando al escondite con su tío Leoncio. Con frecuencia el niño se ocultaba bajo las faldas de una mesa, en el trastero, en el refrigerador, o en el armario de las sábanas límpidas y claras como agujas de ángeles. Nicanor adquirió tanta experiencia y maestría en el arte de la ocultación que, a menudo, su tío se daba por vencido y le rogaba que abandonara su escondrijo. Una fatídica tarde el experto tahúr descubrió un hueco en el interior de la chimenea de la casa; una hendidura con el tamaño suficiente para albergarle. A pesar de los ruegos de su tío, Nicanor, decidido a mantenerse oculto hasta que alguien le encontrara, se atrincheró inmutable en el recoveco. Los padres le dieron por desaparecido, colgaron carteles con su fotografía por el vecindario y hasta se solicitó la colaboración de la ciudadanía, por medio de un programa de la televisión local, para hallar al infante. Nicanor durante la noche se introducía en la cocina, se alimentaba de pequeñas cantidades de alimentos, aprovechaba para realizar sus micciones y abluciones y, además, horadaba el hueco primigenio de su madriguera con una cuchara de postre. El tiempo pasó y sus padres le dieron por muerto. Aunque Nicanor albergaba la esperanza de ser descubierto, también su orgullo se alimentaba con la victoria que suponía el mantenerse en ese estado. Transcurridos quince años el ya adolescente muchacho irrumpió de golpe en el salón de la casa durante la cena de Nochebuena con el grito: “¡Viva la uretra y sus conductos!” El padre sufrió un ataque de repulsión y la madre, incrédula, golpeó a su hijo, al que definió como descastado y mendaz, cuando éste se presentó como el primogénito. Aquella incredulidad de los presentes la consideró el joven un triunfo puesto que, en cierto sentido, significaba que todavía permanecía oculto. Sin embargo, su éxito quedó empañado por la ausencia del tío Leoncio, su oponente en definitiva, muerto dos años antes. Este hecho, unido a que le expulsaron de la casa familiar de una manera poco amigable, sin permitirle siquiera probar un pedazo de turrón, para Nicanor fue motivo de tristeza.

XIV

Otón apenas se relacionaba con sus semejantes. Consumía las semanas encerrado en su cuarto, donde modelaba figuras de santos en cera, que luego vendía a través de las páginas de subastas de internet. Pero Otón también ocupaba su tiempo, cuando no se encontraba amasando el santoral, en el cuidado de unos calamares que criaba en su bañera. Esta costumbre le llevó a descuidar su higiene, hasta tal extremo, que todo ser vivo huía de su compañía con inusitada celeridad. En el mercado sufría Otón de forma virulenta las consecuencias de su falta de aseo. Los dueños de los puestos temían que la clientela vinculara el perfume que despedía Otón con la mercancía expuesta. Los carniceros le gritaban, cuchillo en mano, para que abandonara la demarcación territorial de su garita; los pescaderos le dirigían la manguera de agua a presión que empleaban para limpiar sus productos; además se rumoreaba que un charcutero, víctima de un ataque de ansiedad,  le lanzó la cortadora automática a la cabeza. El apestado, lejos de acobardarse por estos sucesos, se enorgullecía de su estado y disfrutaba desalojando con su hedor ayuntamientos, cines, plazas, palacios de justicia, teatros e, incluso, jardines. Pero lo peor ocurrió cuando la sequía que atravesaba la ciudad finalizó de golpe una mañana. En el cuerpo de Otón la lluvia radioactiva se mezcló con la mugre, lo que formó una extraña pasta que transformó al hombre en una figura, a tamaño natural, semejante a las que durante años elaboró él mismo. La nueva situación no sólo inmovilizó a Otón hasta su muerte, sino que, además, le hizo perder sus propiedades aromáticas, lo que, claro está, para él fue motivo de tristeza.

XV

Todo comenzó una mañana en la mercería que lindaba con el portal de la casa de la viuda de Gómez Fonseca. La señora no encontraba unos botones que se adecuaran a la textura, el color y el tamaño que ella deseaba para los ojales de su chaqueta de punto. En la carnicería, mientras contemplaba ensimismada  la cabeza de un bovino, a la viuda de Gómez Fonseca le atravesó los sesos una idea. Miraba esos ojos perdidos, meditabundos, incluso lacrimógenos, del animal, esos ojos esféricos y deliciosos… Los ojos del bovino, una vez salados, casi momificados, se adecuarían a la perfección al aspecto que la viuda de Gómez Fonseca siempre deseó para los botones de las prendas que tejía en sus frecuentes ratos muertos. Por casualidad ella comentó a Felipe, su difunto marido, el hallazgo y éste, movido por una honda admiración por los atavíos que confeccionaba su señora viuda, le sugirió utilizar, por su textura y colorido, ojos humanos. Desde entonces la viuda de Gómez Fonseca fue la envidia del barrio. Nadie conocía la procedencia de esos botones redondos, hermosos, con esa tacto tan particular. Sin embargo sucedió lo imposible. Un día aciago la viuda de Gómez Fonseca finalizó un largo gabán, apuntillado tras jornadas de intenso trabajo, con unos ojales a los ninguno de los ojos de su colección se acomodaban. Hasta que una mañana, mientras se lavaba el rostro frente al espejo, la solución se le manifestó en su entendimiento. Al poco tiempo la viuda de Gómez Fonseca paseaba por la calle con su nuevo gabán de punto, abotonado con piezas de marfil. La viuda de Gómez Fonseca, sin duda por algún descuido ocasionado por su inexperiencia como invidente, fue atropellada una tarde de lluvia, lo que, claro está, para los vecinos y admiradores de las habilidades artesanales de la señora, fue motivo de tristeza.

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